El mito de Cristina conductora comienza a caer a pedazos

Redacción Durante años la ex presidente acumuló derrotas y fracasos; pero por extraño sortilegio construyó una imagen de conductora que ahora, en medio de la caída, la expone en su real medida.

En 2007 Cristina accedió a la presidencia de la república por decisión de su esposo Néstor Kirchner quien había resuelto que los tiempos institucionales fuesen un período propio, que concluía por entonces, uno de su mujer, vuelta de él al poder y así indefinidamente. Y si bien es justo contar aquella elección como un triunfo de la hoy vicepresidente, no puede ocultarse que por aquellos años todas las estrategias dependían de lo que resolvía su marido. Otro sería el cantar cuando a ella le tocó liderar y decidir sobre el futuro del espacio que Néstor había construido…

En el 2009, Mauricio Macri se alió con Francisco de Narváez y Felipe Solá y, en la provincia de Buenos Aires, derrotó a Néstor Kirchner, que era el candidato del gobierno de Cristina. Había fracasado la transversalidad y el escándalo de la 125 dejaba en evidencia el peso de la clase media y la escasa lucidez del gobierno para pulsar el humor social. Claro que por entonces todas las culpas podían ser apuntadas al esposo de la mandataria que ejercía un manejo casi despótico de la alianza de gobierno.

En 2011, el propio Macri decidió no presentarse a las presidenciales porque percibió que Cristina arrasaba en las urnas y así ocurrió. En el medio se había producido el fallecimiento del ex presidente y, tal vez por la empatía que suele generar el dolor pero también por un uso bien planificado de esa desgracia personal, la mandataria revirtió todas las encuestas que la mostraban en franca caída y se quedó con un triunfo que solo sirvió para disparar un manejo autoritario del poder y acuñar aquella triste frase del «vamos por todo» que sirvió para que gran parte de la sociedad que la apoyó en las urnas le diese la espalda  poco tiempo después.

Porque en aquel turno electoral cometió además uno de los errores más graves de su conducción política: entronizó a Amado Boudou como su vicepresidente y disparó así uno de los bochornos más escandalosos que recuerde la vida institucional del país en toda su historia.

A partir de ahí comenzó una debacle que parecía no tener fin:  en 2013 Sergio Massa derrotó a la lista que armó y respaldó la presidente y en 2015 Mauricio Macri fue candidato a presidente y demolió al candidato de Cristina, Daniel Scioli, quien vio muy disminuidas sus posibilidades por dos nuevos errores de conducción de la jefa del espacio: un constante ninguneo al hombre que ella había elegido y la elección de Aníbal Fernández para competir en la provincia de Bue nos Aires frente a María Eugenia Vidal que a la postre se quedó con la gobernación.

Así en 2017, cuando todo indicaba que lo prudente era preservar su figura del mejor momento de la administración de Cambiemos, Cristina se presentó en la provincia de Buenos Aires y volvió a perder. Esta vez contra Esteban Bullrich, el candidato de Macri, que no registraba volumen suficiente para derrotar a una ex presidente que era además líder indiscutible del espacio que la postulaba.

En 2019, después de una muy mala gestión macrista, la fórmula Fernández-Fernández ganó las presidenciales. pero lo que había sido una inteligente estrategia política -correrse al segundo término de la propuesta para lograr los necesarios votos de un electorado independiente que de otra forma no hubiesen acompañado al Frente de Todos- terminó siendo un nuevo error de Cristina que abonó la derrota de las últimas PASO: traicionada por su esencia autocrática y obnubilada por la furia de no poder compartir escenario con Alberto, jaqueó al gobierno, minimizó la figura presidencial y sobreactuó su jefatura hasta ridiculizar a quien se suponía había elegido para conducir los destinos de la coalición.

Y el domingo pasado, la coalición de radicales, el PRO y la Coalición Cívica, aupada por una sociedad que todavía no le perdonó el fracaso pero la eligió para volcar todo su malestar con un gobierno igual de ineficiente pero ocupado en garantizar la impunidad de su líder y con un escandaloso manejo de una pandemia que asoló a los argentinos y encontró miserablemente cubiertos a los amigos del poder, volvió al triunfo, sitió al propio presidente y desnudó la fragilidad política del oficialismo y la sicológica-emocional de su conductora, que estalló en un berrinche que casi termina por empujar la institucionalidad a un  abismo.

Con la misma falta de compromiso institucional que demostró cuando se negó a entregar los atributos presidenciales a Macri, retó en público al actual mandatario o despreció el saludo del presidente saliente cuando en la Asamblea Legislativa iba a entregar el poder a Alberto. Para Cristina la única institución que merece respeto es ella misma; y lo más peligroso es que semejante enseñanza se transmite a sus seguidores que, pese a las patinadas y errores constantes, siguen creyendo que la Argentina comienza y termina en ella.

2009, 2013, 2015, 2017 y ahora en este 2021: cinco derrotas sobre siete elecciones en las que ella resolvió candidatos y estrategias -las excepciones fueron 2011 y 2019- marcan un porcentaje que pone a Cristina más cerca del fracaso que de la gloria.

O por lo menos echan sombras sobre su pretendida condición de hábil conductora y estadista…

Se equivocó al elegir a Boudou como compañero, ahora cuestiona su propia elección de la figura de Alberto Fernández. En el medio muchos de sus funcionarios condenados por causas de corrupción en la que existen sentencias firmes que llegaron luego de transitar seis instancias diferentes y un pretendido modelo de país que, tras 14 años de gobierno kirchnerista, solo puede mostrar números y estadísticas para la vergüenza. Y que nadie en su sano juicio puede ya creer que se debe a los cuatro años de Macri, a los dos de De la Rúa, la década menemista, el Proceso o la presidencia de Sarmiento.

Cristina es tan solo una especialista en hacerse del poder, destruirlo, exponer,  peroratear, meter miedo e inventar enemigos en donde no los hay. Pero esta vez la reina comienza a estar desnuda y cada vez menos gente entiende su estilo conflictivo, sus arranques y las constantes justificaciones a sus fracasos.

La historia, con sus datos inapelables, queda como testigo de un impostura que seguramente es una de las más groseras de la historia argentina.