La muerte de Alberto Nisman pone una vez más al país, a sus autoridades y sus circunstancias bajo la mirada de un mundo que nos mira con estupor.
Hace mucho que la Argentina está en las noticias mundiales tan sólo por malas noticias.
Cuando no es por nuestra pertinaz costumbre de no cumplir con nuestros compromisos financieros o por la insistencia en firmar acuerdos comerciales que luego decidimos anular con trabas y disposiciones internas, o por alianzas políticas que terminan arrastrándonos por el camino opuesto al que transita la comunidad mundial, lo cierto es que nuestro país se ha convertido en algo más que un amigo díscolo; somos una nación poco o nada confiable.
Desde siempre se nos ha visto como poco interesados en combatir la corrupción. Aunque nos duela, el mundo nos ve como a una sociedad tramposa, afecta a la violación de las normas legales por la simple búsqueda del beneficio personal y la comodidad y sobre todas las cosas como un país anómico, es decir un país sin normas.
La muerte de Alberto Nisman, que impactó fuertemente en todo el mundo a juzgar por la muy amplia cobertura que la prensa internacional le dio al tema, es posiblemente el golpe más duro que el país haya recibido en mucho tiempo si es de la consideración global de lo que hablamos.
Hoy son pocos los que rechazan la posibilidad de que el gobierno de Cristina Fernández haya estado directa o indirectamente involucrado en el hecho.
Y tendremos que concluir que la Presidente y sus funcionarios poco hacen para revertir esta sensación.
No debe sorprender a nadie que Cristina y los suyos quieran defenderse de la grave acusación de complicidad con el gobierno de Irán tratando de cambiar negocios por impunidad.
Coincidirá el lector en que una imputación de ese tipo no puede dejarse pasar en silencio y mucho menos aceptar alegremente que es veraz.
Pero cuando la defensa es tan ostensiblemente mentirosa y se busca por todos los medios descalificar al denunciante, a la prensa y a la misma comunidad mundial a la que se pretende señalar como cómplice de la conjura, es lógico que muy pocos en el planeta acepten confiar en la mirada oficial.
La visión paranoica y conspirativa de la administración se vuelve entonces decididamente en su contra y, por carácter transitivo, del país.
Lo cierto es que se vuelve a proyectar una imagen desgastada, brutal y lamentable de una república inexistente que en algún tiempo fue vista al menos como una nación de incalculable futuro.
Demasiado precio el que pagamos, aunque ya sea tiempo de que cada uno de nosotros se pregunte seriamente que está haciendo para no merecer pagarlo.