Esos vagones que deberían unir a árabes y judíos no son más que acero y cristal de máxima seguridad que encierran a gente que no se mira, no se toca.
Se ideó como el primer medio de transporte común para los habitantes del oeste y del este, israelíes y palestinos, pero tres años después de su estreno el tranvía de Jerusalén es uno de los epicentros de la violencia en la ciudad, paradigma de una convivencia desgastada que ha convertido la capital triplemente santa en un polvorín. El miércoles, la parada de la Colina de las Municiones —una de las 23 abiertas en un recorrido de 14 kilómetros— vivió el primer ataque mortal de la historia de la línea, cuando un conductor palestino empotró su coche contra la plataforma, matando a una bebé de tres meses y a una chica de 22 años.
Esos vagones que, en un mundo ideal, deberían unir a árabes y judíos que apenas si se ven en un hospital o un centro comercial, no son más que acero y cristal de máxima seguridad que encierran a gente que no se mira, no se toca. La única proximidad es la física, forzada en hora punta. Un judío de kipá y maletín se estira como chicle en la barra con tal de no rozar a la matriarca palestina con su bebé y su manta a cuestas. Los chavales de mili —con su uniforme, con su fusil— se sientan junto a adolescentes de los campos de refugiados. Chicas haredim, recatadas y grises, miran a musulmanas de pañuelos coloridos, que miran a turistas en shorts. Todas las estampas son posibles en una línea que va de norte a sureste, usando incluso la Línea Verde de los mapas como trazado de su vía, enlazando asentamientos, zonas residenciales árabes, la ciudad vieja, el Ayuntamiento, el mercado o un cementerio miltar.
Cuando se abrió, en agosto de 2011, en el lado israelí se criticaba porque podría ser el blanco de atentados. En el palestino se rechazaba como un intento de normalización forzosa, de unificar una ciudad ocupada desde 1967. La comodidad del servicio se fue imponiendo, permitiendo ver cada vez a más palestinos en el corazón judío, o a judíos que en shabat, con el oeste cerrado, acudían en tranvía al este. Pero la descomposición del día a día en la ciudad amenaza con poner fin al ensueño.
Los 14.000 pasajeros al día que usan el tranvía cayeron un 20% este verano, cuando la calle ardía tras el asesinato de tres estudiantes judíos en Cisjordania y el de un menor palestino en Shuafat, donde las barricadas se instalaron encima justo de las vías. Según CityPass, la empresa concesionaria, desde mediados de julio ha reparado 150 vagones, dañados por piedras y cócteles molotov. La Policía de Jerusalén detuvo a 53 personas relacionadas con estos actos vandálicos. Todas árabes.
La ofensiva de Gaza incrementó las manifestaciones y los ataques al tranvía, que no han cesado ahora que Jerusalén parece estar aquejada de fiebre constante: nuevas colonias, visitas de extremistas judíos a la Explanada de las Mezquitas, intentos de linchamiento cruzado entre judíos y musulmanes… “Yo no lo uso. Es una imposición de Israel. ¿Cómo voy a aceptar que los colonos de al lado entren en mi zona más aún, sentados y con aire acondicionado?”, se indigna Shereen Barakat, 22 años, estudiante palestina de Empresariales.
El alcalde, el independiente Nir Barkat, niega que sea “un símbolo de dominación”, sino “una apuesta por la convivencia”, y por eso llama a los jerosolimitanos a respetarlo. Palabras que acompaña de más vigilancia, con la creación de una unidad policial especial para hacer frente a posibles ataques. Ya hay, de ordinario, tres revisores armados en cada parada. Pero en una tierra que regenera sus heridas en horas, el impacto del atropello no se ha dejado notar. El silencio y la distancia ya venían de serie.