Redacción – Isabel Perón llega a esa edad en el Madrid que hace muchos años eligió, rodeada de recuerdos, silencios y secretos. Y una parte de nuestra historia morirá con ella.
Recordar sus años en el poder, recorrer el tiempo de su prisión -acusada de delitos que jamás pudieron ser probados ni por la brutal justicia de la dictadura, ni por los tribunales democráticos ni en los juicios a los que fue sometida en tierra española- y hurgar en la vida de esta mujer que resolvió hace mucho sumirse en el silencio más absoluto nos acerca a una única convicción: María Estela Martínez de Perón, Isabel, da la sensación de ser uno de esos seres humanos que jamás logra convertirse en dueño de su propia vida.
Criada por padres «prestados», necesitada de salir al mundo para combatir su soledad y su pobreza, consagrada desde muy joven a acompañar en su exilio a uno de los políticos más importantes del siglo XX al que, dicen los pocos que la conocieron y compartieron la intimidad del matrimonio, amó y cuidó hasta límites pocas veces conocidos, convertida en la única persona en la que Perón confiaba para que su palabra y sus estrategias -en un mundo en el que ni siquiera no existía la telefonía celular- no se tergiversaran ni fueran utilizadas en beneficio propio por tantos dirigentes que durante años estuvo convencido de que el general no iba a volver a la Argentina y por lo tanto se movían más en dirección a la sucesión que a la estrategia, se vio obligada a ingresar en un terreno que desconocía, que no la atraía y en el que nunca pudo dejar de mostrar incomodidad.
Y todo salió muy mal para ella y también para la Argentina…
Las luchas internas en el peronismo, el error del jefe partidario al elegir a un hombre débil y manejable para representarlo en las elecciones de marzo de 1973 y que terminó por ver a su gobierno copado por uno de los sectores más rechazados por la sociedad de entonces y que obligó a un Perón viejo y enfermo a asumir una responsabilidad para la que ya no estaba preparado y a ella a una postulación -con destino inevitable de rápido protagonismo- que frenara las ambiciones de quienes se imaginaban que quien ocupara la vicepresidencia terminaría asumiendo la primera magistratura, la obligaron al sacrificio final.
Lo demás es conocido. Su debilidad, su incapacidad, su entorno que terminó adueñándose de ella y de la paz del país, sus errores y su desgobierno. Las presiones, las amenazas y la caída…
Y desde entonces el silencio autoimpuesto, su encierro casi monacal y su reiterada negativa a participar de forma alguna en la vida política del país, más allá de alguna muy esporádica aparición para apoyar el retorno de la democracia y/o resolver cuestiones legales y patrimoniales vinculadas a su situación personal y a la sucesión de su difunto esposo.
Dicen quienes la tratan en la actualidad que Isabel trabaja desde hace algunos años en sus memorias. Y sostienen que aún no ha autorizado su publicación, la que ni siquiera está asegurada después de su muerte.
A los 91 años la ex presidente sigue tabicando el ingreso de la opinión pública a los recuerdos de su vida junto a Juan Perón. Los años difíciles, la paz de Puerta de Hierro en los primeros tiempos madrileños, la vorágine de la vuelta al país y todo lo que aquello debió tener de movilizador para el matrimonio, el salto de la bucólica vida española a la violencia, las tensiones del poder, el agravamiento de la salud del líder, la soledad tras su muerte, sus miedos, su encierro, los mitos acerca de su misticismo y su locura…tantas cosas que se llevaron puesta su vida y la de su patria.
Y tal vez ese silencio sea la lógica continuidad del destino de una mujer que fue protagonista desde las sombras, aún cuando quedó sola al mando de una república que ni siquiera la tomaba en serio.
Pero que a lo mejor necesitaría cerrar una parte especialmente dolorosa de su historia escuchando la opinión y los recuerdos de quien, por lo que fuese, ocupó la centralidad del drama argentino y de la vida del principal protagonista de aquellos años.
Y tal vez el silencio sea, pasados los 90 años, lo único de lo que María Estela Martínez de Perón pueda considerarse verdadera dueña.