Hace siete años que la base militar se convirtió en el único punto de contacto habitual entre ambos gobiernos. Ejercicios de emergencia que sirvieron para «ensayar» un posible deshielo.
Al llegar a la base de Guantánamo (Cuba), a los militares estadounidenses les resulta fácil sentirse en casa: pagan en dólares, comen en los habituales locales de comida rápida, compran en supermercados con los mismos productos que en Estados Unidos, ven la televisión de su país y se mueven en autobuses escolares amarillos.
Pero con el tiempo, surgen inconvenientes: la velocidad de Internet es desesperante; si quieren recibir un envío desde EE UU necesitan dinero y paciencia, y determinados alimentos dejan de golpe de estar disponibles. Y, sobre todo, constatan una diferencia vital respecto a cualquier otra instalación militar: no pueden salir de ella.
La base naval en la bahía de Guantánamo, al sureste de Cuba, es una isla dentro de otra isla. EE UU controla 116 kilómetros cuadrados de territorio en un país con el que no mantiene relaciones diplomáticas desde 1961. No hay otra base en esa situación.
Los 28 kilómetros de frontera están delimitados por dos hileras de vallas de tres metros de altura. Entre ambas, un terreno neutral repleto de minas antipersona y cactus. A lo largo de la frontera en este paisaje seco y montañoso sobresalen torres de vigilancia de unos ocho metros de altura. Jóvenes marines armados están en alerta continua. Se ven aviones norteamericanos vigilando las aguas turquesas del mar Caribe.
Pese al imponente despliegue, la amenaza de seguridad es ínfima, más allá de la llegada de dos o tres ciudadanos cubanos al mes que solicitan asilo. No se recuerda ningún incidente relevante desde que la base se estableció en 1903 a cambio de cesar la ocupación militar estadounidense tras la guerra que llevó a Cuba a independizarse de España.
Guantánamo es un ejemplo de cooperación militar con un enemigo: desde principios de los años noventa se celebra una reunión mensual del comandante de la base con el responsable fronterizo cubano y desde hace siete años se efectúan anualmente ejercicios de emergencia conjuntos. Incluso, hay muestras de cierta sintonía: han sonado los himnos de ambos países, se ven algunas banderas conjuntas y se venden souvenirs cubanos.
Atrás queda la tensión de los años cincuenta y sesenta, cuando Cuba cortó el suministro de agua a la base (ahora es autosuficiente) y sus soldados lanzaban piedras al tejado de la casa en que dormían los marines en la frontera para arruinarles el sueño.
Tras el anuncio en diciembre del restablecimiento de las relaciones entre los rivales de la Guerra Fría, Guantánamo —de funesta reputación desde que en 2002 se instaló una prisión para sospechosos de terrorismo— es un laboratorio del deshielo.
Oficialmente se impone la cautela. “Nada ha cambiado para nosotros”, dice la portavoz de la base, Kelly Wirfel, en una entrevista con un pequeño grupo de periodistas que visitó Guantánamo la última semana de abril.
Pero Wirfel admite que la normalización ha abierto una nueva era, que si se consolida acabará repercutiendo en esta envejecida y desangelada base, en la que residen unas 6.000 personas. La incógnita es cuándo: “Podría ser en dos años o en 20, quién sabe”, esgrime. “Nos beneficiaríamos de sus bienes. La mayor ventaja sería en fruta y verdura fresca”. Ahora, se transportan desde EE UU en un vuelo semanal, pero una vez aquí apenas sirven un par de días.
El resto de suministros llegan en un buque cada tres semanas, lo que condiciona decisiones: el pub irlandés de Guantánamo tiene en el menú menos platos cuando se acerca la llegada del barco y hay un activo mercado de venta de coches usados. Traer un coche en barco cuesta unos 5.000 dólares. Al ser tan caro, los militares que se marchan los revenden en la base por la mitad. Para ahorrar, se suelen comprar entre amigos. Y por el elevado precio y el acceso limitado a piezas de recambio, se escatima en reparaciones: en un vehículo gris, la puerta puede ser azul y cada rueda distinta.
En las reuniones sobre el restablecimiento de la relación entre EE UU y Cuba no se habla de Guantánamo. Así lo ha impuesto Washington. El Gobierno comunista cubano siempre ha pedido —y lo reiteró tras el anuncio en diciembre del deshielo diplomático— el retorno del territorio de la base al considerarlo una violación legal. EE UU volvió a descartar en enero cualquier retorno al alegar que el tratado de alquiler determina que solo deja de ser permanente si hay un acuerdo mutuo.
Hasta 1934, el coste anual del alquiler era de 2.000 monedas de oro. Desde entonces, es de 4.085 dólares. Los cheques se mandan por correo, pero Cuba nunca los ha cobrado. Es un golpe a su orgullo nacional.
El Pentágono considera estratégica la ubicación de la base, la más antigua de la Marina en el extranjero. Nació como una estación de carbón para navíos y en los años noventa acogió hasta 40.000 inmigrantes que trataban de llegar por agua a EE UU.
Guantánamo fue hasta 1959 una base cualquiera: los militares podían ir a Cuba y hasta 3.000 cubanos entraban cada día a trabajar. Pero tras la revolución que aupó a Fidel Castro al poder, EE UU prohibió las salidas y no contrató a más cubanos. Los sustituyeron contratistas jamaicanos y filipinos. Los cubanos que ya trabajaban en Guantánamo pudieron seguir entrando y saliendo. Los últimos dos se jubilaron en 2012. Otros 350 empleados pidieron asilo en la base. Hoy solo quedan 28, que están retirados. Viven en una zona especial en pequeñas casas de colores.
“Me encantaría ir a Cuba”, dice el estadounidense Raúl Sánchez, militar de 26 años y que lleva seis meses en Guantánamo y le quedan otros tres. El anuncio del restablecimiento diplomático, explica, fue recibido con entusiasmo en la base. En sus anteriores turnos en Kosovo y Afganistán tuvo contacto con la población local, pero cree que eso aquí queda muy lejos: “Seremos los últimos en notarlo”, sostiene en alusión a la necesidad de tener acuerdos de seguridad con el país de acogida para que los militares puedan salir de sus instalaciones.
Su único contacto con Cuba es a través de las emisoras cubanas que se pueden escuchar en la base. En cambio, las ondas de Radio GTMO, la emisora de la base, no salen del perímetro militar. En sus estudios, venden desde hace 15 años camisetas y muñecos que rezan: “Rockeando en el patio trasero de Fidel [Castro]”.
“Era un modo de promoción y el dinero va a la comunidad”, defiende Steven Jacuini, el ingeniero de la Marina al frente de la radio. Pero si se consolida el deshielo con Cuba, admite, “lo más probable” es que retiren los productos. Puede que también pierda sentido vender en las tiendas de la base camisetas con un mapa de Cuba y el emblema: “Cerca pero sin puro”. Quizá entonces, entre el surtido de cigarros y botellas de ron en las estanterías de los supermercados de Guantánamo, los haya cubanos.