Las pulperías: una magia de ayer que aún sobrevive

En la mitad del siglo XIX, había 500 pulperías bonaerenses. Hoy sobreviven unas 50, donde se cruzan los paisanos con los visitantes, revitalizadas por el turismo gastronómico

Es septiembre de 2014, pero adentro de Lo de Cacho, en Mercedes, a escasos metros del Río Luján, el tiempo parece detenido. José «El Zoco» Larralde comanda un trío de guitarras y percusión, como todos los fines de semana. Canta una zamba de Horacio Guarany: «Morir, morir, no se muere nunca, vivir, es esa la ley del hombre».

De fondo, un cartel improvisado reposa debajo de unos viejos estantes que conservan medio centenar de botellas sin abrir, absorbidas intencionalmente por telarañas durante incontables décadas y que ya nadie se anima a tocar. Se lee: «En la vida hay que tener potrero y pulpería», mientras a unos centímetros un cuadro exhibe un antiguo recorte de diario que titula con un dejo de melancolía: «Los latidos de la última pulpería».

Seguramente hay menos potreros que antaño, pero no es la última pulpería. Según Tiempo Argentino, estos escenarios míticos de la cultura gaucha y ejes sociales de los pueblos, hoy son un patrimonio invisible que recobra vida. Hacia mitad del siglo XIX se contabilizaron 500 pulperías y ramos generales, sólo en la provincia de Buenos Aires. Actualmente rondan las 50, la mitad abre continuamente bajo la misma función que lo hacía más de un siglo atrás. Estos oasis del tiempo viven en los últimos años una especie de resurgimiento o revalorización a partir de un circuito turístico que crece en el territorio bonaerense, y que abarca desde su aspecto histórico hasta el gastronómico. Con este fin, hasta se valen de Facebook.

El emblema la Pulpería de Cacho es Roberto «Cacho» Di Catarina. Un busto con su figura lo reafirma. Desde el fallecimiento de su padre, Don Domingo, en 1959, pasó a hacerse cargo del sitio, autodenominándose «el último pulpero». Falleció el 26 de junio de 2009 y su deseo era que la pulpería, esa que vivió atendiendo de gaucho, siguiera abierta. Su habitación se transformó en una sala más donde la gente puede comer las picadas mercedinas o las empanadas fritas cuya receta dejó Cacho a su hermana y sobrinas. En la época en la que la manejaba su abuelo (Don Salvador Pérez Méndez), un personaje conocido frecuentaba la zona: quien le dio nombre al personaje de Don Segundo Sombra. Como un círculo que se cierra, Manuel Antín dirigió en 1969 la película homónima, en esa misma pulpería y con Cacho «actuando» de pulpero.

Pero no fue el único famoso que supo transitarla. Aída y Oscar aún guardan (y exhiben ante los curiosos) el amarillento pedido de captura original de Juan Moreira, con fecha en agosto de 1869. Desde que Don Salvador, de origen español, tomó posesión de la pulpería en 1910, ya pasaron cuatro generaciones atendiéndola. Y las discusiones ya no se resuelven con peleas de boxeo a cinco rounds.

«No cuesta mucho imaginarse a los trabajadores ‘golondrina’ que permanecían en la zona en tiempos de cosechas, de octubre hasta abril. De los tambos le dejaban la plata a papá y cuando querían la pasaban a buscar. Igual que las cartas, pilas y pilas que quedaban acá», comenta Aída. Adentro, el ambiente sabe a ficción. Mesas de robles centenarias y bancos de troncos de árboles con base cuadrada; el largo mostrador de estaño y madera, los clásicos y enormes estantes detrás. No faltan la virgen de Luján, el aljibe, un sulky en el patio, los viejos corredores como galerías con enredaderas.

«Era tan grande la cantidad de elementos en las pulperías. Había una caja fuerte donde los trabajadores rurales dejaban sus ahorros. Fueron las primeras cajas de ahorro del país», afirma Leandro Vesco, titular de la ONG Proyecto Pulperías <www.facebook.com/elproyectopulperia>. Y agrega un aspecto único: en ellas convivieron el indígena, el gaucho, el estanciero y el soldado. «Por eso su importancia, fue fundacional, consensuaba humores y equilibraba a la clientela. Ojo, también había grescas, no era todo en paz», aclara.

El recambio generacional fue quizás el primer golpe a las pulperías. El segundo fue el tren, que en muchos casos dejó aislados a estos sitios que supieron ser postas. Y a las que el tren favoreció, colocándose cerca del lugar y por ende aumentando la gente alrededor, el cierre de los ramales generó un nuevo golpe, el decreto de defunción anticipado. El cuarto factor fue la modernidad: no sólo en el modo de vivir o en el movimiento urbano, sino también en cómo afectaron los avances tecnológicos a la vida rural, de donde provinieron históricamente sus principales clientes.

«Antes de cada estancia venían seis, hoy quedó un solo trabajador de cada una, ahora llegan más curiosos o turísticos», resalta Aníbal Toso. Junto con su hermano Edgar se hicieron cargo de la pulpería y ramos generales San Gervasio en 1955, cuando se murió su padre, Pedro. Aníbal tenía apenas 15 años. Se ubica en el paraje Campodónico, camino de tierra en un trazado de la Ruta 50, que va de la Ruta 3 a la 51, en el partido de Tapalqué. Esta pulpería de 1855, que sirvió de referencia a Borges para escribir «El Sur», fue el epicentro que abasteció la refundación de la ciudad cabecera, arrasada por malones ese mismo año.

Con sus más de 200 años, Los Ombúes, a una veintena de kilómetros de Exaltación de la Cruz, es la más antigua que permanece en pie. Su leyenda trágica dice que el pulpero original, Cachassa, fue asesinado por dos borrachos en un intento de robo. Y que muchos años después, encontraron entre los tirantes del techo su fortuna. Otra pulpería, «Lo de Leonardt», en el paraje Cura Malal de Coronel Suárez, se transformó en un espacio de arte. Por ese sitio sólo pasa el tren de carga. Frena en caso que se le haga una señal con linterna.

A tal punto el turismo gastronómico revitalizó este circuito pulpero, que hace cuatro años se publicó el libro Pulperías, almacenes y manjares de la provincia de Buenos Aires, una investigación gastronómica a cargo de Pietro Sorba, con fotos de Javier Picerno, una publicación del Instituto Cultural de la Provincia a través de editorial Planeta.

La Pulpería La Blanqueada funcionó a mediados del siglo XIX en San Antonio de Areco, a unos 200 metros del Puente Viejo, por donde las carretas cruzaban el río cargando sus mercaderías; y se mantiene original. Hoy forma parte del complejo museográfico que lleva el nombre de Ricardo Güiraldes. Y tiene un porqué. Así lo explica Andrea Vigil, directora de Museos Municipales: «En las primeras décadas del siglo XX comenzó a funcionar como algo más parecido a un almacén de ramos generales. En ese momento es que Ricardo Güiraldes la conoce, y la utiliza para una de las escenas de su obra cumbre: Don Segundo Sombra. En esa escena, el joven

Fabio Cáceres conoce a Don Segundo, iniciando allí su devenir ‘de guacho en gaucho'». Y acota que también las pulperías funcionaban como «bolsas de trabajo», por hasta ahí se dirigían los dueños de estancia que estaban en búsqueda de peones. Sabían que los potenciales trabajadores, tarde o temprano, irían a la pulpería. «

No aptas para «salvajes unitarios»

En La Paz (Roque Pérez), fundada en 1832 por Rosas «siempre que no fuera administrada por ningún salvaje e inmundo unitario», llegaron a hacer un amplio surco alrededor de la pulpería. De día ponían un tablón para acceder al comercio por fuera de la zanja, y de noche guardaban la madera. Tanto el paraje La Paz (luego pasó a ser almacén de ramos generales) como la Paz Chica estaban por desaparecer, sobre todo desde que el tren que iba a pasar por allí terminó transitando por Roque Pérez, y los dos parajes quedaron a la espalda del «progreso». Hasta que hace un año se decidió que formen parte del circuito turístico almacenero del partido, dentro del programa Pueblos Turísticos de la Provincia, que incluye el restaurado Cine Club Colón. La pulpería de Miramar está ubicada en el paraje del partido de Bolívar, en el límite con Carlos Casares, en lo que era el «Camino Real». Inaugurada en 1890, aún conserva la estructura y mobiliario originales, con las rejas del pulpero, plancha a nafta, y la caja registradora de 1891. Sigue atendida por la familia fundadora, los Urrutia, que guardan para un posible museo desde yerba mate de 1938, latas de café del ’39.