NO ES LA POLICÍA NI ES LA JUSTICIA; ES LA POLÍTICA

El enojo de la gente por la creciente ola de inseguridad se palpa en las redes sociales, en las radios y aún en la charla cotidiana. Sin embargo se parte de un error al culpar a la policía o a la justicia.

 

Ambos estamentos suponen, aunque cueste creerlo, los eslabones más frágiles de la cadena que debería amarrar a la sociedad al estado de derecho y preservarla de las actitudes cada vez más violentas de los delincuentes.

La policía, como auxiliar de la justicia, debe desempeñar su tarea en condiciones de precariedad que muchas veces parecieran parte de un entramado perverso tendiente a proteger al delito y dejarle la vía libre para desarrollarse, crecer y hasta tomar las riendas de la vida comunitaria.

Sin armamento, sin una conducción estratégica que permita a sus hombres saber con claridad cuales son los objetivos operativos o cual es su papel de cara a la sociedad, las fuerzas del orden se encuentran inmersas en una anomia que las ha llevado poco a poco a cuidar más sus propias espaldas que las de los ciudadanos.

Limitados en su capacidad de actuar, sometidos a investigaciones mucho más inquisitivas que las que deben transitar los delincuentes y rodeados de una improvisación permanente en la que observan muchos anuncios políticos y pocas realidades en cuanto al progreso cualitativo de la fuerza, los policías honestos –que son la inmensa mayoría-  han bajado los brazos y con ello dejado el campo libre a quienes desde dentro de la institución sólo buscan el beneficio personal, casi siempre al margen de la ley que deberían custodiar.

La justicia –más allá de la posibilidad interpretativa que posee un magistrado– sabe también que la ola garantista que hoy campea en el poder político terminará arrastrándolo hacia la orilla de la persecución o la sanción si actúa con la dureza que por otro lado le reclama.

Es entonces la política, encarnada en los legisladores provinciales o nacionales, la que está en deuda con lo que todos reclamamos diariamente.

Jueces que no cuentan con leyes adecuadas, fiscales que corren graves riesgos por el sólo hecho de librar una orden de allanamiento que luego sea reputada de equivocada o agentes del orden que puedan terminar con sus huesos en la cárcel por reprimir a un delincuente que amenaza su vida o la de terceros, son a todas luces víctimas y no victimarios.

Situación opuesta a la de un legislador que, beneficiado con ingresos generalmente obscenos, apañado por fueros que lo colocan al margen de tener que rendir cuentas como cualquiera de nosotros, rodeados de custodias personales que garantizan su seguridad y la de su familia, puede darse el gusto de dejar pasar el tiempo y enfrascarse en abstracciones que poco tienen que ver con la realidad que todos padecemos.

Y por ese lado nos parece que debería marchar aquella presión social de la que hablábamos en el principio de estas líneas.