Por Adrián Freijo – Enviamos un canciller echado del gobierno a representar un mandatario con aspiraciones de presidir un bloque regional con una política errática y acomodaticia. Así nos fue.
Fue un papelón de principio a fin. Argentina mandó a la cumbre de la CELAC (Comunidad de los Estados Latinoamericanos y Caribeños) a un canciller que ya estaba eyectado del gabinete nacional y al que se le avisó en una escala técnica en Nicaragua que no volvería al país como parte del elenco de gobierno. Que se haya elegido a quien lo suplantaría para darle la noticia no tiene otra importancia que confirmar la nula importancia que el kirchnerismo le da a la dignidad de las personas que no integran ese círculo áulico de los que pueden escandalizarse si son descubiertos quedándose con bienes ajenos pero no soportan ser investigados por ellos.
Felipe Solá -que seguramente por estas horas ha logrado entender que su pretendidamente irónica frase acerca de que en política «hay que hacerse el boludo» para subsistir no es otra cosa que la inocua expresión de alguien que solo fue los que sus mandantes resolvieron y jamás llegó a lugar alguno al que se haya propuesto arribar- reaccionó una vez con algo de dignidad: envió su renuncia y se negó a participar del encuentro, ofendido por el destrato al que fue sometido.
Claro que el texto de su dimisión nada tuvo que ver con la magnitud del atropello personal e institucional al que acababa de ser sometido: fue lavada, anodina y suficientemente «civilizada» para asegurarse, tal vez, otro conchabo público en el corto plazo.
Pero estas miserias personales – la de Solá para llegar, la del mismo personaje para salir y la de Cafiero para comunicar la infausta nueva en vez de exigir al presidente que fuese él personalmente quien avisara al canciller eyectado para salvar su propio conchabo- no tienen porque ser tenidas en cuenta por una asociación de naciones que ya no veían con demasiado entusiasmo que la desesperación de Alberto Fernández por adquirir alguna centralidad internacional lo empujase a postularse como tercera opción de sus delirios de grandeza.
Había peleado contra Donald Trump para poner a Gustavo Beliz como titular del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), y perdió sin atenuantes.
Luego pretendió ocupar la dirección de la CAF -Banco de Desarrollo de América Latina- otra entidad crediticia multilateral con muchísima influencia en América Latina, esta vez con el apoyo tácito de la Casa Blanca y en una batalla sin cuartel contra Ivan Duque (Colombia) y Jair Bolsonaro (Brasil), que usaron la contienda geopolítica para marcar sus diferencias ideológicas con el gobierno del Frente de Todos. Y volvió a perder por paliza…
Fue así que surgió la compulsión por hacerse de la presidencia de la CELAC, aunque para ello Argentina debiera acompañar a EEUU en su repudio al régimen nicaragüense, algo que hasta el momento Alberto se había negado a rubricar. Pero lo hizo, una vez más cambió de caballo en el medio del río…y una vez más se hundió.
Si hubiese podido mantener una posición coherente, ir a México -sede del encuentro que debía entronizarlo- a sostener su postulación y sus ideas o al menos designar representante a alguien a quien no iba a destituir en pleno vuelo, hubiese logrado su objetivo de figurar al frente de un organismo regional: había consenso para nombrarlo y hasta Daniel Ortega había enviado una delegación de segundo nivel para «tirar con cebitas» pero no dinamitar el nombramiento del argentino.
Pero apenas abiertas las sesiones pudo verse que todo lo que rodeaba la presencia de la delegación argentina era demasiado bochornoso coma para otorgarle el privilegio de la presidencia. Fue entonces cuando el canciller mexicano Marcelo Ebrard, anfitrión de la reunión, anunció que no estaba en el orden del día “el consenso” para elegir al próximo presidente de la CELAC y que la decisión se tomará dentro de “varios meses”.
No hay entonces protagonismo regional -lo que no sería tan grave por tratarse de una compulsión figurativa de nuestro mandatario- y si un nuevo revolcón internacional de un país que ya no es respetado en los centros mundiales del poder sino que ahora tampoco lo es en la periferia latinoamericana.
Hoy, el cargo más alto que la Argentina tiene en el mundo, es la presidencia de la Fundación FIFA que preside Mauricio Macri.
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