Por Adrián Freijo – El 19 de noviembre de 2006 se apagaba la vida de uno de los hombres más honestos y comprometidos que pasó por la vida pública. Ubaldini fue tal y como la gente lo percibía.
Saúl Ubaldini subía a una tribuna y le resultaba imposible contener todo ese fuego que llevaba adentro. No pensaba en lo que convenía sino que actuaba por lo que sentía. Y muchas veces, en el medio de una campaña electoral en la que desde el gobierno radical se trabajaba mucho en presentar la figura de Carlos Menem como la de alguien capaz de incendiar el país, aquellos discursos pasionales generaban problemas difíciles de enfrentar.
La sociedad estaba harta de fricciones y, desde el otro lado de la vereda, Eduardo Angeloz se las ingeniaba para aparecer distante de Raúl Alfonsín y sus ideas y capaz de ofrecer a la Argentina un modelo capitalista, moderno e integrado a aquella Tercera Ola que se había puesto de moda en el mundo.
Se decidió entonces acotar la vehemencia de Ubaldini y pedirle que se atuviese a dos o tres ideas fuerza que me fueron encomendadas escribir. Claro que lo más delicado era encarar al hombre por entonces más poderoso del país y convencerlo de que de allí en más no debería decir lo que quisiera sino lo que era necesario para no espantar al electorado que, además, no dejaba de verlo como el hombre que le había hecho 13 paros generales al gobierno radical.
Pero Saúl era un tipo muy especial: lejos de ofenderse o sentir que se pretendía limitarlo, me agradeció sinceramente «que te hayas tomado el trabajo de preparar esto para mi. Muchas veces se me va la boca; pero es que me da tanta bronca lo que hacen con los trabajadores que siento que voy a explotar». Y en el tramo final de la campaña se atuvo a cada uno de los puntos acordados y, hasta en sus declaraciones periodísticas, dejó por un momento de lado su perfil combativo para colaborar en un proyecto que terminaría por decepcionarlo, como a todos los que esperaban otra cosa del gobierno del por entonces mandatario riojano. Pero esa es otra historia…
Saúl Ubaldini fue tal vez el dirigente cegetista con más poder en la historia argentina. Porque José Rucci, por citar un ejemplo conocido, tenía el suyo atado a los designios de Perón; pero el cervecero supo enfrentar al gobierno militar sin negociar, sin ceder y más de una vez traicionado por sus propios compañeros sindicalistas.
Es un hecho que fue catapultado a la más alta investidura de la central obrera porque otros con más poder y representatividad no querían poner la cara frente a la violencia irracional del Proceso. Saúl era, en todo caso, un magnífico proyecto de mártir.
Nunca aflojó, nunca dudó, nunca se permitió siquiera dudar a la hora de sostener sus principios. Tal vez por eso la muerte lo sorprendió, un día como hoy del año 2006, sin la fortuna que suele acompañar a tanto dirigente venal, capaz de vender los derechos de sus representados para lograr un beneficio personal.
Y vaya como corolario una anécdota que pinta de cuerpo entero el valor de este hombre singular de la historia argentina reciente: cuando se produjo aquel fatal accidente de aviación en la provincia de la Rioja, que costó la vida de varios colaboradores del candidato Menem y graves quemaduras en otros, Saúl iba en la aeronave. Y todos los que lograron sobrevivir lo hicieron por la titánica tarea del sindicalista que logró arrancar a patadas la puerta del pequeño aparato y ayudó a salir a los que habían quedado encerrados. Pero no contento con eso, y tras llevar a lugar seguro a los heridos, Ubaldini volvió a la aeronave para sacar de allí a los pilotos. «Andate, andate que esto va a explotar» le dijo José Luis Lelli que, junto con su copiloto, estaba enterrado entre los fierros. Debieron insistirle dos veces más; no había forma de hacerlo ceder en su intento. Cuando se alejó unos pocos metros, el avión explotó y las llamas le produjeron quemaduras en su cuello y espalda.
El hombre que tenía la capacidad de parar un país, casi muere tratando de salvar dos vidas.
Ese era Saúl Ubaldini, un dirigente sindical que honró su trabajo y un persona que supuso todo un privilegio para quienes pudimos conocerlo y estar cerca suyo. Aquel que, cuando lo acicateaban con su particular sensibilidad, contestaba sin dudar que «llorar es un sentimiento, mentir es un pecado».
Y alguien que no recuerda que no todo está perdido…