Pueyrredón: doble agravio a quien sostuvo la gesta de San Martín

Por Adrián Freijo Una imagen ominosa coronaba hoy una más de las tantas marchas que minorías autoritarias realizan en busca de beneficios propios. Pero esta vez nos agraviaba a todos.

El 3 de mayo de 1816 Juan Martín de Pueyrredón fue designado director supremo de las Provincias Unidas, cargo que ocuparía durante tres años. Una de sus primeras acciones fue la reunión que mantuvo con el general José de San Martín en Córdoba, oportunidad en que le aseguró al jefe militar toda la ayuda necesaria para emprender la campaña libertadora al Alto Perú.

Muchos esfuerzos tuvo que hacer para cumplir su palabra y sin embargo, convencido como estaba de que el plan libertador del Padre de la Patria iba por el camino correcto, se dispuso a sostenerla pese a las presiones de una clase política porteña que, acicateada por Bernardino Rivadavia, nada quería saber de un esfuerzo que a la postre nos daría verdadero nacimiento como nación.

Prueba de ello es la carta a San Martín, del 2 de noviembre de 1816 en la que con una mezcla de humor y adhesión le dice: » a veces es menester pordiosear cuando no hay otro remedio. Van 400 recados. Van hoy por correo, en un cajón, los dos únicos clarines que se han encontrado. Van los 2000 sables de repuesto que me pide. Van 200 tiendas de campaña o pabellones. Y no hay más. Va el mundo. Va el demonio. Va la carne. Y no sé yo cómo me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo o bien que entrando en quiebra, me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que le mando. ¡Y qué caray! No me vuelva a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido colgado en un tirante de la fortaleza de Buenos Aires…”.

Ese patriota sin el que el cruce de Los Andes hubiese sido un imposible, lucía esta mañana agraviado en su imagen colocada en la puerta de la municipalidad. La incultura, la falta de arraigo a esta sociedad y a su historia, la marginalidad moral de quienes no parecen satisfechos con apropiarse de los bienes comunes y del derecho a transitar libremente, la soberbia animal de los que se sienten dueños de la vida de los demás, mostraba una vez más la peor de sus caras: esa que se deforma con la mueca del desprecio por el otro y el patoterismo en nombre de un supuesto derecho a vivir a costillas del estado sin contraprestación alguna.

Y a pocos metros, ventana mediante, la indiferencia de nuestras autoridades y el abandono de la obligación de custodiar los bienes, símbolos y representaciones del estado; algo por lo que cobran obscenos salarios que rara vez ganan.

Tal vez, y solo tal vez, Juan Martín de Pueyrredón estaba agradecido a que sus ojos vendados no pudieran ver tanta mugre compartida.