Un documental de Alejandra Grinchpun que muestra descarnadamente como siguió la vida de los chicos de la calle de 1999 tras la «década ganada».
Eran cuatro niños en las calles de Buenos Aires. Vivían en la estación de Once, la misma donde en 2012 murieron 51 personas en un accidente de tren. Si se les veía saltar y reír sobre los vagones parecían invencibles, aunque cada uno arrastraba una historia amarga. Rubén, de 13 años, decía que su madre no lo veía desde hacía dos. Pero él sí sabía de ella: “A mi mamá la veo, pero sin que ella me vea, sin que me hable. Porque la sigo al hospital de General Rodríguez. (…) Porque tiene cáncer en los pulmones”. Ismael, el mayor, tenía a sus 17 años a casi todos los amigos en la cárcel: el Chino, Lalo, Fosforito, Johnny, Vero, el César y el César chico. Andrés, de 12, siempre parecía estar buscando compañía y disfrutaba enseñando los lugares más secretos de la estación. Se había tatuado en la mano cuatro puntos y uno en el centro: cuatro ladrones y el policía. ¿Qué significa? “Que lo matamos al policía”. A Gachi, la niña, le daba vergüenza decir que estaba yendo a unas clases con una psicóloga para cuidarse y no tener hijos.
Era la Argentina de 1999, la del final de Carlos Menem. El país se iba a estrellar contra el desastre económico de 2001, los letreros de “que se vayan todos” los políticos y un presidente huyendo de la Casa Rosada en helicóptero. Pero a ellos se les veía tan alegres como a Tom Sawyer y Huckleberry Finn entre barcos de vapor. Laureano Gutiérrez, un empleado del Centro de Atención Integral a la Niñez y Adolescencia, los inscribió en un taller de fotografía. Alejandra Grinschpun, la profesora del taller, los invitó a tomar imágenes de su ciudad. Y ellos invitaron a los dos adultos a recorrer sus lugares. Alejandra Grinschpun, que ahora tiene 41 años, los filmaba sin imaginar que todo eso se convertiría mucho después en un documental del que Gutiérrez sería el productor y ella la directora.
Un año Grinschpun le preguntó a Gutiérrez qué habría sido de cada uno. Y así nació Años de calle, un documental en el que siguieron la vida de los cuatro niños en tres momentos a lo largo de más de una década. El resultado es un historión. O dicho de otra forma: una obra donde se dice mucho y se sugiere más aún. Con delicadeza y respeto la cámara acompaña esas cuatro vidas desde la calle a la cárcel, después a sus casas y de nuevo a la calle. El documental, subvencionado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), dependiente del Gobierno argentino, se estrenó la semana pasada en el cine Gaumont de Buenos Aires.
“A diferencia de la primera etapa de 1999 que era tan lúdica”, recuerda la directora, “en la segunda, en 2004, nos invadió la desolación. Con Andrés, por ejemplo, ves el fracaso absoluto de las instituciones. Estos chicos salen con cero herramientas de la cárcel, cada vez más marginados y con unos pocos pesos vuelven a una casa en la cual no hay nada para recibirlos”.
En 2004, Gachi está embarazada de una niña. Ha tenido cuatro hijos y ya le han quitado la custodia de sus dos hijas mayores. Rubén, el que seguía a la madre al hospital, se encuentra en la cárcel. Ismael toma lecciones de fotografía. “En la mano de Andrés casi no se distinguían los cinco puntos, pero tenía marcas nuevas. Había pasado cuatro años preso”, relata el documental. “Y ahora no se animaba a volver solo a su casa, pidió que lo acompañáramos”. Todos han perdido aquellas sonrisas tan útiles contra la tragedia. Ismael, al menos empezó en el teatro y trabaj en la inserción de niños de la calle.
En 2010, Ismael enseñaba fotografía a otros chicos y parecía el único que salió del hoyo. Andrés seguía entrando y saliendo de la cárcel. Gachi seguía teniendo hijos y perdiendo su custodia. Y de Rubén, nadie sabe nada desde hace ocho años. A lo largo de todo ese tiempo Alejandra Grinschpun y Laureano Gutiérrez crearon un vínculo muy fuerte con los cuatro.
“Un vez”, cuenta Gutiérrez, “Andrés nos avisó en julio de que en tal fecha de diciembre saldría de la cárcel en Marcos Paz, que queda a 80 kilómetros de Buenos Aires. Llovía ese día y no sabíamos si ir porque nunca más se puso en contacto con nosotros. Y estuvimos ahí a las 12 en punto del mediodía. Salió con la plata de bolsillo que había ahorrado en los trabajos que hizo en la cárcel. Y solo estábamos nosotros dos esperándole. En su casa se alegraron mucho de verle pero la madre le dijo que no había sitio para él. Y se fue a la estación de Once. Fue un fracaso de toda la sociedad, que no sabemos qué hacer cuando sale esta gente de la cárcel”.
“A mí la historia de Gachi”, recuerda la directora, “por cuestión de género, me pega muchísimo. Hace una semana le fui a llevar el cochecito de mi hijo Lucas para su último hijo. Ya ha tenido ocho. Por suerte se acaba de hacerse la operación de ligadura de trompas. Esto tiene que ver con las políticas de Estado que no están organizadas y coordinadas. Hay buenas intenciones, pero no una trama coordinada”.
El final feliz consistió en estrenar Años de calle el 3 de diciembre en la plaza del Miserere donde la estación de Once, donde todo nació. Entre las 200 personas que asistieron estaba Gachi y Rubén y niños de la calle que ahora mismo siguen durmiendo en la estación. “Entre el público”, recuerda la directora, “venía un chico que se sentaba un poco, se levantaba y decía ‘me voy a robar’, se sentaba de nuevo y otra vez, ‘me voy a robar’, hasta que al final se quedó sentado y no se movió más”.