El documento final del Sínodo de la Familia seguramente no dejará conforme a ninguno de quienes esperaban una postura determinante por el cambio ni a aquellos que abogan por la continuidad de las líneas históricas del catolicismo en los temas que estuvieron en debate.
Para los primeros, que abrigaban esperanzas en definiciones sobre temas como la comunión de los divorciados, las uniones homosexuales y algunos otros temas de nuestro tiempo, el resultado “escrito” de la reunión aparecerá como dual, lavado y poco concreto.
Los segundos no dejarán de criticar que de una u otra forma se haya abierto la ventana a una modernidad que asusta a una institución que ha hecho del arcaísmo parte de su propia fuerza y distinción.
Sin embargo Francisco –que en alguna medida aparece ante los ojos inexpertos como el “perdedor” de la pulseada– puede estar satisfecho.
Como nunca antes un Papa en tiempos modernos –tal vez con la excepción de aquel tándem magnífico que se construyó con la valentía de Juan XXIII y la inteligencia y fineza política de Paulo VI y que dejó como legado el Concilio Vaticano II – el Pontífice argentino logró que dejasen de ser tabú cuestiones que Roma tendrá que resolver pronto si no quiere seguir debilitándose cada día como ha ocurrido en las últimas tres décadas.
Hoy la Iglesia habla de esos temas, y esto no es poco.
Llevará tiempo y esfuerzo avanzar en definiciones concretas y aún hoy quedan muchas cuestiones a debatir como la singularmente delicada y fundamental del celibato sacerdotal.
Pero el Papa puso a Roma en el camino y ese camino ha comenzado a transitarse.
Mucho más de lo que podíamos esperar hace poco más de un año.