Por estas horas hemos escuchado a políticos y periodistas opinando sobre los dichos de Mirtha Legrand describiendo a Cristina como una dictadora. ¿Se equivocó la conductora?. Volvamos al secundario.
Por supuesto que sabemos que la «santa indignación» de los adoradores presidenciales tiene más que ver con este tiempo de campaña y las ventajas de la victimización que con la supuesta gravedad del tema.
Nadie es lo que el otro dice, aunque todos seamos lo que el otro vea.
Cuando en la escuela secundaria nos enseñaban las formas de gobierno, aprendíamos que -excepción hecha de la monarquía- había tres expresiones del ejercicio del poder y que las tres tenían también sus deformaciones.
La democracia representa el gobierno del pueblo a partir de la decisión del pueblo consultado. Entre muchas otras virtudes este sistema -al que bien definió Winston Churchill como el «menos malo» de todos- tiene como condición irrenunciable la división de poderes.
Su contracara es la demagogia, surgida del uso abusivo de los mecanismos democráticos en función de hacer lo que el vulgo quiere y no lo que el conjunto necesita, arma siempre utilizada por aquellos que desean mantenerse en el poder a cualquier costo.
La aristocracia, basada en el gobierno de los mejores. Una versión griega del poder que en tiempos modernos pretendió sin éxito cimentarse en dos pilares fundamentales: el voto calificado y la existencia de partidos políticos cerrado, con criterio de elite, que terminaron abonando lo que es el lado oscuro de la idea.
Porque la oligarquía -que de ello se trata- no es un ejemplo de selección de los mejores sino simplemente de los poderosos; aquellos que terminan apropiándose del esfuerzo común del pueblo y cerrando las instituciones hasta convertirlas en pretexto de sus propios intereses.
Y por último la dictadura, motivo del debate planteado en torno a la señora Legrand y la Presidente, muchas veces elegida por el voto popular – muchas ex repúblicas soviéticas, casi todos los países africanos, algún ejemplo de Oriente Medio y la cercana Cuba- y con una fuerte tendencia a derivar en regímenes autoritarios, vitalicios y violentos.
Estas tres características suelen volverla en su deformación, que es la tiranía.
Y aquí aparece lo que han olvidado cristinistas y periodistas, tal vez por interés o quizás por incultura, a la hora de tan enjundioso debate. Mientras las dictaduras devienen de una elección popular sobre un sistema de gobierno, las tiranías requieren para serlo la condición del facto.
Así debemos concluir que aunque Cristina le diese a su gobierno todas las condiciones de una dictadura –ausencia de división de poderes, concentración de las decisiones, carencia de libertad de expresión, manipulación de la justicia, culto a la personalidad, etc– nunca podría ser comparada, por ejemplo, con Videla, Galtieri, Onganía o Uriburu.
En tal caso ella sería una dictadora investida de legitimidad mientras que todos ellos serán por siempre tiranos que se apropiaron del poder por la fuerza.
Por tanto lo que dijo Mirtha tiene que ver con una evaluación personal que ella hace de la forma en que Cristina maneja el poder, pero de ninguna manera una descalificación de la legitimidad de su origen y mucho menos una comparación con personajes tan oscuros de la historia como fueron nuestros tiranos.
Al menos en la sabia concepción de los griegos, que de esto sabían bastante.