(Escribe Eric González) – La singular figura del ex arquero de la Selección Nacional, River, Ferrocarril Oeste, el Atlético de Madrid -donde hoy cumple funciones como ayudante de campo de Diego Simeone- y Florida de nuestra ciudad, despierta pasión, alegria y reflexiones en los aficionados españoles impactados por su personalidad
Lo comprendo. El fútbol se ha hecho multimillonario y se siente glamuroso, como cualquier patán en un palco de la ópera. Acepto los trajes, las corbatitas estrechas, las pijadas new age, incluso las ínfulas intelectuales. Lo comprendo. Hay dinero y adulación, admiración del público, invitaciones, miradas de lujuria. Lo que antes era ruido y furia en el estadio es hoy televisión y plató, píxeles, maquillaje, eternidad electrónica. Ya no se cabecea sin pasar antes por la peluquería. Ya no se grita desde el banquillo sin alisarse las solapas del traje. Ya nadie huele a carajillo y linimento. El negocio planetario exige una cierta etiqueta. Lo comprendo.
Pero yo veo a este tipo y veo fútbol. En este caso utilizo el término fútbol como sinónimo de algo que no es exactamente la vida, aunque sí un cierto tipo de vida. Veo a Germán Adrián Ramón Burgos, llamado El Mono, y aflora mi infancia: las historias de Goliat, mucho más interesante que el Capitán Trueno; el aroma a césped húmedo de cuando aún tenía olfato; la neblina de los puros, el bote grávido de los viejos balones mojados, los gritos de los futbolistas, el marcador simultáneo, la general de pie, el vestuario lóbrego, el barro en las áreas. Veo a este tipo y recuerdo por qué me gusta ir al estadio.
Podría haberse quedado en personaje excéntrico. Dañaba los ojos cuando era portero, con su gorra, su camiseta chillona, sus calcetines por encima del pantalón y su cabellera de gran jefe comanche. No era un mal portero, qué va. Fue de los primeros en salir del área y ejercer de líbero. Era bueno por alto y valiente en el uno contra uno: de rodillas, brazos abiertos, inmóvil, con envergadura de gigante y mueca asesina, acongojaba al más pintado. Resulta innecesario recordar el célebre penalti que paró con la cara: no hay más que contemplarle para adivinar que esas cosas las hacía con cierta frecuencia.
Lo demás fueron trámites necesarios. Su devoción por los Rolling Stones, sus años como cantante de rock&roll, su trabajo como compositor («calle abajo me voy con las manos en los bolsillos, voy silbando un tango, voy silbando bajito, esperando a un amigo»), su experiencia en los realities televisivos, constituyen un bagaje imprescindible para ir por el mundo sin achantarse por nada. A este tipo no le espantan las cámaras ni las críticas. No existe la multitud que le haga retroceder un paso ni el Mourinho que le meta un dedo en el ojo. No, no es excentricidad. Es cáracter.
No tengo el gusto de conocer personalmente a Germán Burgos, llamado El Mono. Sólo le conozco de vista. Pero llevo años mirando a gente y no creo que me equivoque. El anorak no es atrezzo, no es un disfraz para distinguirse del jefe trajeado, sino una prenda de abrigo. Los abrazos no son gestión de grupo, sino afecto. La cara de bruto no es el espejo del alma, sino, como en el caso de Keith Richards, un puro estrago causado por consumir vida a lo bestia. Con todo el respeto a Simeone, sin duda el mejor técnico de la Liga, dudo que el Atlético de Madrid fuera lo que es sin este tipo, que de tan discreto disimula su inteligencia tras un gesto de oso.
Veo a este tipo y me da envidia, porque lo querría para mi equipo. Veo a este tipo y veo fútbol.