(Escribe Adrián Freijo) – El poder se ha convertido en una obsesión en la Argentina. Una obsesión que empuja a sus víctimas a vender el alma para conseguirlo.
En su teoría de la separación de los poderes del Estado, Montesquieu sostiene que la distribución jurídica de las funciones ejecutiva, legislativa y judicial sólo podrá limitar el uso arbitrario del poder y salvaguardar la libertad y los derechos de los ciudadanos, si se combina con otro principio basado en su distribución social.
Si sólo entendemos por ello la distribución de la riqueza, en su sentido más lato, vamos a equivocarnos y posiblemente terminemos cayendo en ese mesianismo del reparto al leal saber y entender del gobernante.
Cuando hablamos de distribución social debemos entonces comprender que ello engloba a todas esas cosas que suponen la potestad del estado y que pasan por la educación, la salud, la seguridad y también, pero no excluyentemente, la regulación de los bienes producidos, de manera tal que se angosten lo más posible los extremos de la escala –que haya menos ricos y menos pobres- sin caer en la tentación de cuantificarlos de acuerdo a la única visión del líder.
Sólo así se logrará la conciliación de los diversos estratos y sólo así se plasmará la libertad plena que supone el poder ejercitar el libre albedrío.
El principio de distribución social haría posible esta conciliación porque transforma a los grupos sociales en pugna en fuerzas políticas que asumen las funciones del poder a través de sus representantes.
Combinada con la distribución jurídica del poder –es decir la sana división de los poderes- la distribución social dejará a estos representantes en una posición de dependencia recíproca que sin suprimir la relación de tensión, algo común en todas las democracias desarrolladas, obliga a las partes a supeditar el conflicto al acuerdo.
De este modo, las fuerzas políticas actúan como el soplo vital de los órganos del Estado, y la política como relación de adversarios (no enemigos) queda inscrita en el corazón mismo de la política como institución.
Pero ese equilibrio será imposible si quienes buscan el poder no lo hacen en función de una idea, un concepto de organización social y una visión clara de como lograrlo.
En la Argentina de hoy –y muy fuertemente en Mar del Plata- observamos que la dirigencia quiere conseguir o mantener el poder tan sólo por el placer de ejercerlo. Placer que claramente esconde otras intenciones menos lúdicas, toda vez que para lograrlo no dudan en cambiar de vereda, buscar alianzas impresentables o tratar de convencer a sus votantes que todo es lo mismo.
Desde el poder pretenden apropiarse de obras y servicios de los que son meros administradores, ya que se consiguen con el esfuerzo genuino del ciudadano-contribuyente.
Y desde la oposición prometiendo mieles de bienestar que bien saben no pueden lograr, como no pudieron hacerlo en el momento en que les tocó estar del otro lado del mostrador.
La noción clásica de poder hasta aquí reseñada, entendida como “capacidad para imponer determinadas conductas a otros” nos plantea dudas centrales.
¿Quién tiene realmente ese poder? Si enfrentamos ejemplos clásicos de la literatura nos surgen más interrogantes que respuestas.
¿Tiene realmente poder un padre sobre su hijo, cuando le ordena hacer algo que éste no quiere hacer?
¿Tiene ese poder la maestra cuando intenta guardar la disciplina en el grado o hacer que sus alumnos estudien un tema o hagan una tarea?
¿Tiene ese poder el Presidente cuando desea que los precios no aumenten?
¿Tiene ese poder el gobernante que desea impulsar un proyecto o una determinada decisión que encuentran resistencia?
¿Tiene ese poder el jefe policial que ordena a sus subordinados el cumplimiento de determinadas tareas?
Son infinitos los casos en los que advertimos que ese poder no existe realmente y que circunstancias de todo tipo condicionan la real eficacia de las decisiones unilaterales que se desean imponer.
Pero en nuestra sociedad es tan claro como eso que la forma autoritaria viene a sustituir a la forma persuasiva, que sólo es posible cuando están presentes aquellas ideas, aquellos principios y aquellas convicciones.
Mientras sigamos corriendo tan sólo detrás del poder –para halagarnos, para enriquecernos, para sentirnos por arriba de los otros o por la ambición que fuere– ni seremos una sociedad ni conseguiremos el bienestar propio del desarrollo que se consigue sobre bases morales.
Y seguiremos asistiendo a este triste espectáculo de alianzas sin sentido, acuerdos que espeluznan y mentiras que cruzan el aire con la naturalidad de un pájaro.
Que sin duda alguna…es un pájaro carroñero.