El presidente cubano Raúl Castro era el encargado de encabezar los fusilamientos masivos y se jactaba ante su hermano de tener el record de ejecuciones: 72 en un día.
El diario Revolución, órgano del Movimiento del 26 de julio, publicaba ese anuncio en primera plana el 14 de enero de 1959. ¡Los condenados a muerte y fusilados en la madrugada del 12 de enero eran efectivamente 72! Se trataba de soldados y oficiales del cuartel Moncada, el mismo que los hermanos Castro habían intentado atacar, sin éxito, en 1953. Menos de seis años más tarde, tomaban su revancha, por medio de ese acto simbólico. Los militares que los habían puesto en fuga y que habían torturado o asesinado a varios de sus compañeros ya no estaban probablemente en funciones en ese cuartel. Pero poco importaba. Ellos también eran considerados “esbirros” a sueldo de Batista. Su muerte había sido ordenada por un Tribunal Revolucionario constituido apresuradamente por Raúl Castro. Fue la primera manifestación del terror puesto en práctica por la revolución cubana.
El pelotón de fusilamiento funcionó a tiempo completo ese día. Anteriormente, durante el juicio, uno de los más expeditos que hayan tenido lugar en los primeros días de la revolución, Raúl Castro intervino para afirmar que todos eran culpables, con el mismo nivel de responsabilidad: todos merecían la muerte.
El periodista Antonio Llano Montes, de la revista Carteles, cuenta, años más tarde, en 2002, el proceso que había ido a cubrir, junto con otros dos reporteros, Bernardo Viera, de la revista Bohemia, y Julio César González Rebull, del diario El Crisol:
“Fuimos a reportar el juicio que se les hacía a 72 infelices. Estábamos presentes cuando Raúl Castro interrumpió al tribunal y dijo: “Si uno es culpable, los demás también lo son. Los condenamos a todos a ser fusilados”.
Más tarde me dijeron que estaban abriendo la zanja en el campo de tiro, en el campamento militar de Santiago de Cuba, frente a donde iban a fusilar a esas 72 personas. En la tarde yo me dirigí hacia allí, para retratar la zanja, y saludé al sacerdote que iba a asistir a los condenados a muerte. Después de tomar la foto, comenzaron a llegar los prisioneros en camiones, y yo no quise presenciar el macabro espectáculo, y me fui atravesando a pie todo el campo de tiro, y tomando un taxi que me llevó de nuevo al hotel. En honor a la verdad, nosotros no presenciamos el monstruoso crimen de Raúl Castro.
Al día siguiente volví al campo de tiro, y vi que la zanja con los cadáveres de aquellos 72 infelices, había sido tapada con tierra, y pude ver algo que me horrorizó, la mano de uno de los fusilados que salió fuera de la tierra y se agarraba a una piedra, esto indicaba, que a muchos de los fusilados, los habían enterrado vivos. Y en aquellos días, en que fusilaban a cualquiera por cualquier cosa, yo tuve la osadía de publicar el reportaje de la zanja, de los fusilados, y de los que enterraron vivos.”
El cura encargado de acompañar en su muerte a los condenados les confió a los periodistas presentes que “ése fue un espectáculo macabro, que nunca será superado en crueldad, y que él estuvo a punto de vomitar en varias ocasiones”.
Por haber reportado esos detalles siniestros, el periodista Antonio Llano Montes —que más tarde tomaría el camino del exilio— recibió mensajes de intimidación por parte de algunos de sus colegas, sobre todo de Carlos Franqui, el director de Revolución, quien lo calificó de “agente del imperialismo y enemigo de la Revolución”. El órgano del Movimiento 26 de julio, no obstante, estuvo entre los primeros, junto con Bohemia, en desplegar en múltiples ocasiones, con gran lujo de detalles, los últimos momentos de los fusilados. Franqui tomó también la decisión de irse de Cuba en 1968.
Esa ejecución masiva se efectuó bajo las órdenes de Raúl Castro, y no de Fidel. Éste pretendió ir más allá. Desde entonces, no cejó en superar la hazaña de su hermano, ordenando él mismo nuevos procesos y nuevas ejecuciones, por miles. Pero ni él ni su hermano debían asistir a las futuras ejecuciones, al menos públicamente. Dejaron esa ingrata tarea entre las manos de Ernesto Che Guevara, en la fortaleza de La Cabaña en La Habana, y entre las de sus subordinados en todas las provincias del interior del país.
Años más tarde, en 1966, Raúl Castro tomó la precaución de hacer desaparecer los cuerpos que permanecían en la fosa común del campo de tiro de Santiago de Cuba. Hizo construir grandes ataúdes de cemento, que fueron llevados en barcos para ser largados en alta mar, lo más lejos posible de la costa sur de Oriente, en aguas muy profundas. Jamás volverían a la superficie las huellas del crimen. El tiempo se encargaría del resto. Así, los cuerpos del delito podrían ser olvidados.