IGLESIA: LUCES Y SOMBRAS

La decisión del obispo Gabriel Mestre de poner en conocimiento de la opinión pública un caso de abuso a un menor por parte de un sacerdote de Necochea muestra que existe otro camino.

Silencios cómplices, ocultamientos, palabras rebuscadas e impunidad. Durante muchos años la Iglesia Católica se las arregló para mantener con sordina una cuestión de tal gravedad y extensión que, al ponerse en descubierto, llegó a hacer temblar los propios cimientos de la institución.

Cuando todo esto termine, salga o no airosa de este tema que la traspasa desde la más alta jerarquía del Vaticano hasta en pequeñas parroquias a lo largo del mundo, el costo habrá sido de tal magnitud que pasarán muchos años antes que la sociedad vuelva a posar su mirada confiada sobre quienes hasta no hace muchas décadas representaban un poder confiable, próximo y sobre todo espiritual.

Pero siempre hay que dar un primer paso y, tras un comienzo más efectista que efectivo, pareciera que el Papa Francisco se ha dispuesto a librar una batalla frontal y decisiva contra un vicio abyecto enquistado en la Iglesia, de cuyas consecuencias todos sabemos pero que de sus orígenes hay aún mucho que debatir. Y seguramente el celibato estará en el centro de la cuestión.

El primer paso concreto fue la Cumbre contra el Abuso de Menores que convocó en la Santa Sede. Allí fue claro en las prioridades y los nuevos caminos a recorrer: “es necesario cambiar la mentalidad para combatir la actitud defensiva-reaccionaria de salvaguardar la Institución, en beneficio de una búsqueda sincera y decisiva del bien de la comunidad, dando prioridad a las víctimas de los abusos en todos los sentidos”, sostuvo Francisco al dar sus conclusiones.

Gabriel Mestre comprendió claramente ese mandato y, tal vez sostenido en su mirada joven de lo que ocurre alrededor del triste tema de los abusos, no dudó en llevar adelante una investigación, una denuncia canónica y penal y la necesaria separación -previa a la expulsión definitiva decidida en Roma- del sacerdote José Luis Serre, acusado de haber abusado de un menor en la parroquia Nuestra Señora de Lourdes de Necochea.

Mestre escuchó a todas las partes, sacó sus propias conclusiones y no movió un solo dedo en la búsqueda de acordar, tapar u ocultar los hechos. Se puso del lado de las víctimas y siguió los pasos institucionales y jurídicos que indicaban las circunstancias.

Tal vez sin saberlo pasó a ser protagonista de una sorda lucha que hoy se libra dentro de la Iglesia Católica: aquella que enfrenta a la vieja escuela del ocultamiento con la nueva doctrina de la verdad, al costo que sea, que permita erradicar para siempre los vicios que hasta ahora habían sido consentidos a partir del silencio.

En los últimos meses las señales han sido inequívocas. La expulsión del cardenal estadounidense Theodore McCarrick, todopoderoso jerarca de la iglesia estadounidense y posteriormente la suspensión  del cardenal australiano George Pell, ex «zar» de las finanzas de la Santa Sede y ex asesor de Francisco que fue hallado culpable de abusos sexuales a niños por un jurado popular de Melbourne, demuestran que el Papa ha resuelto un «hasta acá llegamos» que no parará hasta sacar a la luz toda la mugre que rodea al flagelo.

Si es que Francisco puede resistir  los embates de una cúpula viciada, que supo empujar a su antecesor Benedicto XVI a la renuncia y que prefiere una iglesia endogámica que barra la basura debajo de la alfombra. El propio carácter del Pontífice parecería indicar que la lucha será, esta vez, a finish…

Ahora sabe el vicario de Cristo que acá en Mar del Plata alguien entendió perfectamente el mensaje. Y ello supone un soplo de aire fresco, una esperanza hacia el futuro y una responsabilidad compartida por todos, pertenezcan o no a la grey católica.