Informe sobre ciegos y libertad de expresión

Por Dr. Juan Javier NegriUna investigación periodística llevada a cabo en 2004 generó un fallo que es bueno analizar para dejar en claro los alcances y límites de la libertad de prensa

 

Dr. Juan Javier Negri

Había una vez… (y no fue el único caso) un inmigrante español, Román Rosell, que hizo fortuna en la Argentina. Movido por la generosidad, él y su mujer Petronila Tedín Uriburu decidieron construir, equipar y abrir al público un enorme asilo gratuito para ciegos sobre ocho hectáreas a las puertas de
Buenos Aires. El propósito de la institución (que lleva el nombre del donante) era permitir a los ciegos llevar una vida normal.

Fue inaugurado en 1941. Por esas cosas que tiene la Argentina (donde los vendavales ideológicos arrasan con todo lo que funciona), en 1948 el Estado le quitó el Instituto Román Rosell a la Sociedad de Beneficencia, que lo regenteaba, para administrarlo él mismo.

La decadencia fue larga, el abandono dejó sus marcas y la desidia y la corrupción hicieron lo suyo. De atender a algo así como a 250 internos con treinta empleados pasó a asistir sólo a 20 pero con el doble de empleados públicos. Lo de siempre.

En noviembre de 2004, un equipo de periodistas, (integrado entre otros por Santo Biasatti y María Laura Santillán) munido de cámaras ocultas y grabadores, fingió interesarse en hacer ingresar a una niña ciega (de sólo 14 años) en esa institución. La respuesta fue negativa: una decisión de un organismo gubernamental de ese año prohibía admitir pacientes “por razones edilicias”. El Estado argentino había logrado destruir el legado de Román Rosell.

El informe fue transmitido por televisión abierta durante tres noches en noviembre de 2004, en el programa “Telenoche investiga”, con el título “Ojos bien cerrados”. Como suele suceder, el Estado no reaccionó a las críticas.

Pero algunas empleadas del Instituto Rosell se dieron por aludidas y demandaron a los periodistas y a la productora del programa por “haberse sentido difamadas, humilladas y usadas como ejemplo de funcionarios ineptos, inoperantes e indolentes y porque  “se violaron sus derechos al honor, la imagen y la intimidad”, endilgándoles “el desinterés, el abandono y el descuido del Instituto y la responsabilidad por el rechazo del pedido”.

Las demandas fueron consolidadas en una sola, que fue rechazada en mayo de 2019. (¡Sí, quince años después de los hechos!). Las empleadas apelaron.

El tribunal de apelación entendió que existía la posibilidad de que, en el ejercicio de la libertad de expresión, se hubieran violado los derechos al honor, a la imagen y a la intimidad de las empleadas entrevistadas.

La Cámara aplicó la clasificación y los estándares que la Corte Suprema de Justicia ha establecido para estos casos. En efecto, la libre expresión puede provocar daños a raíz de la difusión de informaciones inexactas, noticias verdaderas o  simples opiniones. En el primer caso, cuando se difunden
informaciones inexactas o cuya exactitud no ha sido comprobada, resulta aplicable la doctrina “Campillay” (llamada así por un caso resuelto en 1986 por la Corte argentina) que sostiene la falta de responsabilidad de los medios de prensa si han tomado determinados recaudos al difundir la noticia.

Según “Campillay”, cuando un órgano periodístico difunde una información que puede rozar la reputación de una persona, para eximirse de responsabilidad debe hacerlo atribuyendo directamente su contenido a la fuente pertinente, utilizando un tiempo verbal potencial o dejando en reserva la identidad del implicado en el hecho. (Algo así como “Según el juez, Pedro habría asesinado a Miguel”).

Si no se cumplen esos recaudos y la noticia involucra a una figura pública o a un funcionario, no habrá nunca responsabilidad a menos que se pruebe la existencia de “real malicia”, es decir que, para hacer responsable al medio de difusión, debe probarse que la noticia fue divulgada con conocimiento
de su falsedad, o con notoria despreocupación acerca de su veracidad o falsedad.

La doctrina de la real malicia nació a partir del fallo “Sullivan” de la Corte de los Estados Unidos, dictado en 19642 y que nuestra Corte adoptó en 2008 en el caso “Patitó”.

Si, en cambio, el afectado es un ciudadano común, que no es ni funcionario ni figura pública, no es necesario demostrar la real malicia: basta con la simple culpa del emisor de la noticia para comprometer su responsabilidad.

En el segundo caso, cuando la información difundida es verdadera, son inaplicables tanto la doctrina “Campillay” como la de la “real malicia”, pues ambas se aplican sólo cuando se afirman hechos inexactos o cuya veracidad no ha podido ser acreditada. En estos casos normalmente se afecta la intimidad: se dice algo cierto pero… ¿es necesario decirlo?. El estándar relevante pasa a ser si existe o no un interés público prevaleciente que justifique la difusión de la noticia y valide la intromisión en la esfera privada de las personas.

Quizás el ejemplo más típico sea el caso “Ponzetti”, de 2007, cuando un medio publicó fotos del político radical Ricardo Balbín en su lecho de muerte en un hospital.

En estas situaciones no basta con que la información se refiera a una persona pública o un funcionario público, sino que, para validar la violación de la intimidad, es preciso que exista un interés público concreto que justifique la difusión de la noticia.

La Corte ha dicho que “en el caso de personajes célebres cuya vida tiene carácter público o de personajes populares, su actuación pública o privada puede divulgarse en lo que se relacione con la actividad que les confiere prestigio o notoriedad y siempre que lo justifique el interés general. Pero ese avance sobre la intimidad no autoriza a dañar la imagen pública o el honor de estas personas y menos sostener que no tienen un sector o ámbito de vida privada protegida de toda intromisión”.

El tercer caso se aplica a la emisión de opiniones o juicios de valor. Cuando éstos se refieren a asuntos de interés público, existe una total libertad para decir lo que se quiera, con el único límite de las expresiones insultantes.

Bajo esas pautas, la Cámara analizó las imágenes (todas demostrativas de la destrucción y abandono del lugar y de la actitud obstructiva de su personal) y las opiniones negativas difundidas por los periodistas en el programa de televisión. Éstos concluyeron que allí existía “un círculo vicioso de excusas” y que “la desidia y el grotesco gobernaban desde hace años a su antojo. El instituto se muere. Es un enorme
elefante blanco ingobernable y hasta despreciado”.

El tribunal estableció que “la investigación periodística versó sobre una cuestión de interés público”. En efecto, “la noticia del mal estado edilicio, de su falta de adecuada infraestructura y personal, y más precisamente, de que ya no otorgaba asilo a individuos que lo necesitaban, se relacionó con el deficiente desempeño de una entidad dependiente del Estado y gestionada por funcionarios públicos para el cumplimiento de cometidos de interés general”.

“En ese contexto”, dijo la Cámara “no encontramos que la investigación haya versado sobre noticias falsas o inexactas, sino que se trató –sustancialmente– de acontecimientos verdaderos, abonados mediante diversas imágenes y validados mediante el relato de testigos e incluso por los comentarios de las propias demandantes”.

“Por consiguiente”, agregó, “son inaplicables tanto la doctrina “Campillay” como la de la real malicia. Poco importa si las apelantes eran o no funcionarias públicas, ya que el estándar relevante es la existencia o no de un interés público prevaleciente que justifique la difusión de la noticia y valide
la intromisión en la esfera privada de cualquier persona”.

Los jueces resolvieron que a diferencia de la opinión de las apelantes, “no entendemos que el informe televisivo les haya adjudicado la responsabilidad por el deterioro de la institución, la ausencia de prestación de actividades o la falta de asilo”.

Para el tribunal, “quedó claro que el abandono del Instituto Rosell y las referencias a funcionarios ineptos, inoperantes e incompetentes no fueron adjudicados personalmente a las demandantes, sino a las autoridades de más alto nivel encargadas de proveer de fondos y estructura al instituto”.
Aun cuando algunos de los entrevistados se refirieron en términos peyorativos a “los funcionarios”, al “equipo técnico” y a “la mayoría de las personas que trabajan en el instituto”, se trató de opiniones sobre aspectos de interés público, cuyos emisores (los entrevistados) quedaron claramente identificados, “lo que torna aplicable el ya citado estándar aplicable a las opiniones”.

Es decir, no se podía atribuir responsabilidad por sus opiniones a los periodistas, al productor del programa o al canal.

Aun cuando en algunos casos los periodistas deslizaron algunos comentarios críticos respecto de quienes dirigían el Instituto Rosell y que allí existía “un círculo vicioso de excusas” […] “aunque estas críticas puedan haber sonado duras, se trata de opiniones sobre cuestiones de indudable interés público, que, como no fueron formuladas de modo insultante, no pueden generar responsabilidad alguna para sus autores”.

En consecuencia, se confirmó la sentencia en cuanto a la posible lesión al honor y la intimidad de las empleadas.

Pero la opinión del tribunal sobre la violación del derecho a la imagen de las empleadas fue distinta (y es criticable). Ese derecho es la facultad de toda persona de decidir sobre el uso de su imagen por cualquier medio (fotografía, filmación, dibujo, grabado etc.), ya sea para prohibir su captación o divulgación o permitir su reproducción o comercialización.

Para el tribunal, “toda persona tiene sobre su imagen un derecho exclusivo que se extiende a su utilización, de modo de poder oponerse a su difusión cuando esta es hecha sin autorización, a menos que se den circunstancias que tengan en miras un interés general que aconseje hacerlas prevalecer sobre aquel derecho. La producción [rectius: “protección”] de este derecho es independiente de la tutela al honor, la intimidad y la privacidad”.

Como consecuencia, el derecho sobre la propia imagen sólo puede ser explotado por terceros con el consentimiento del titular.

Así lo dice la ley de propiedad intelectual: “El retrato fotográfico de una persona no puede ser puesto en el comercio sin el consentimiento expreso de la persona misma”. Y agrega: “Es libre la publicación del retrato cuando se relacione con fines científicos, didácticos y en general culturales o con hechos o acontecimientos de interés público o que se hubieran desarrollado en público”.

En este caso, dijo la Cámara, “las imágenes fueron captadas en el marco de una investigación periodística sobre un tema de interés público, [pero] ese registro fue efectuado subrepticiamente, mediante el mecanismo de una cámara oculta. Es decir que no solo no se obtuvo el consentimiento de las demandantes, sino que ni siquiera se les informó que se estaban captando sus imágenes”.

Esto genera la pregunta acerca de si las filmaciones hechas de esa manera están amparadas por la ley de propiedad intelectual.

“La cuestión es polémica” dijo el tribunal “y ha dado lugar a diversos criterios”. En su opinión, “la circunstancia de que se haya empleado una cámara oculta no implica necesariamente la ilicitud en la utilización de las imágenes, pero, para que su empleo sea pertinente, se deben reunir ciertos requisitos estrictos que, en el caso, no están configurados”.

La Cámara citó jurisprudencia argentina y europea para destacar que “la ausencia de conocimiento y, por tanto, de consentimiento de la persona fotografiada respecto a la intromisión en su vida privada, es un factor decisivo en la necesaria ponderación de los derechos en conflicto”.

“Es evidente que la utilización de un dispositivo oculto de captación de la voz y la imagen se basa en un ardid o engaño […] para poder acceder a un ámbito reservado de la persona afectada con la finalidad de
grabar su comportamiento o actuación desinhibida, provocar sus comentarios y reacciones así como registrar subrepticiamente declaraciones sobre hechos o personas que no es seguro que hubiera podido lograr si se hubiera presentado con su verdadera identidad y con sus auténticas intenciones”.

“Ello hace necesario reforzar la vigilancia en la protección de la vida privada para luchar contra los peligros derivados de un uso invasivo de las nuevas tecnologías de la comunicación, las cuales, entre otras cosas, facilitan la toma sistemática de imágenes sin que la persona afectada pueda percatarse de
ello, así como su difusión a amplios segmentos del público”.

“Aun cuando la información hubiera sido de relevancia pública, los términos en que se obtuvo y registró, mediante el uso de una cámara oculta, constituyen en todo caso una ilegítima intromisión en los derechos fundamentales a la intimidad personal y a la propia imagen”, repitió el tribunal.

La Cámara hizo suyo el argumento de que “la persona grabada subrepticiamente fue privada del derecho a decidir para consentir o impedir la reproducción de la representación de su aspecto físico y de su voz, determinantes de su plena identificación como persona”.

En consecuencia, consideró que no correspondía hacer prevalecer la libertad de información, sino el derecho a la intimidad de las empleadas entrevistadas, porque, en su opinión, la cámara oculta fue innecesaria e inadecuada, pues “constituye una grave intromisión ilegítima en los derechos fundamentales a la intimidad personal y a la propia imagen; […] debe usarse como último
recurso [y] de modo restrictivo”.

Según el tribunal, se debería haber distorsionado el rostro y la voz de las personas grabadas porque su identificación no servía al interés general y tampoco deberían haberse difundido “imágenes que muestren situaciones o comportamientos que menoscaben innecesariamente la reputación de las personas”.

En el caso, el tribunal concluyó que el empleo de la cámara oculta “no resultaba necesario para lograr la finalidad perseguida por la investigación periodística” y que “las  declaraciones de las apelantes frente a la cámara oculta –que se limitaron a dar cuenta de la existencia de una resolución administrativa que les impedía admitir a la niña– no revelaron ningún aspecto oculto del funcionamiento de la institución, ni resultaban imprescindibles para ilustrar la situación que aquella atravesaba por ese entonces”.

En conclusión, “el hecho de que la investigación tuviera un objeto de interés público no justifica de por sí el uso de una cámara oculta. Era necesario demostrar que su empleo era imprescindible para lograr la finalidad buscada, lo cual de modo alguno se encuentra cumplido en el caso. […] Incluso en los casos en los que el recurso a una cámara oculta puede encontrarse justificado debe acompañarse del empleo de métodos que impidan reconocer a la persona de los retratados, salvo –una vez más– que eso
resulte imprescindible para divulgar la noticia de interés público en cuestión”.

Para el tribunal, el uso de la cámara oculta fue ilegal porque “la reproducción de la imagen fue superflua para el fin general de que se trataba [y] al no difuminar el rostro y deformar la voz, constituyó un recurso
técnico innecesario y desproporcionado”.

Esto llevó al tribunal (a nuestro juicio, erróneamente) a declarar responsables a Artear SA –en su carácter de titular de la emisión del programa–, a Carlos de Elía (su productor) y a los periodistas Santo Biasatti y María Laura Santillán, conductores y responsables de su divulgación, por los supuestos daños y perjuicios sufridos por las empleadas del Instituto Rosell.

El tribunal dedicó larguísimos párrafos para explicar por qué las dos empleadas debían ser indemnizadas por daño moral, daño psíquico, daños al honor y daños materiales y cómo calcular esas indemnizaciones, a nuestro juicio absolutamente injustificadas. Nos parece que el tribunal se equivocó. Adoptó posiciones puramente dogmáticas y citó precedentes inaplicables.

En efecto: no es necesario ser un jurista para saber que las respuestas que un empleado público da al ciudadano “de a pie” que requiere sus servicios o asistencia son muy distintas de lo que dirá ante un periodista.

Al público no le interesa el diálogo amañado por quienes, a toda costa, pretenderán mostrarse como solícitos custodios de una institución estatal y del bienestar de sus usuarios. A los espectadores les interesa la posible respuesta abusiva, cruda, impiadosa, distante, caprichosa, despreocupada y no
comprometida (cuando no equivocada) que suele recibir del personal público cuyos salarios paga. Toda cosmética es innecesaria.

La televisión ya se ocupó de este tema, con un famoso sketch en el que Antonio Gasalla retrataba a la empleada pública paradigmática: arbitraria, caprichosa e incapaz.

Sólo una cámara oculta podía brindar la medida de la arbitrariedad y el abuso a los que el público es sometido en muchas oficinas públicas. Pero además la vilipendiada cámara oculta no mostró ningún aspecto de la intimidad del personal: ni sus casas, ni sus situaciones maritales ni dato alguno que no fuera lo que cualquier ciudadano que vaya al Instituto Rosell puede observar por sus propios ojos
o tiene derecho a conocer (como el nombre y cargo de quien lo atiende). La cámara oculta no sirvió para introducirse en ningún lugar que un concurrente a ese lugar no puede visitar.

Todos los fallos que insistentemente citó el tribunal mencionan violaciones a la intimidad. Aquí, nos parece, tal cosa no existió.

El tribunal otorgó indemnizaciones a granel, incluyendo viajes y excursiones con media pensión y pensión completa, tratamientos psicoterapéuticos y gastos de asistencia médica. Cualquiera diría que, más que una cámara oculta, los periodistas usaron mecanismos de tortura o que mintieron descaradamente, cosa que la propia sentencia negó.

La ciudadanía necesita conocer el estado de una república y sus instituciones. Un fallo como éste sólo sirve para que la obtención de información necesaria a los votantes sea más difícil y más compleja. Y sobre todo, más inútil.

Si los jueces creen que porque a los empleados públicos se les vea la cara pueden verse perjudicados ante la opinión pública, hay una falla muy seria en su proceso lógico.

El Filosofito, que nos lee en borrador, agrega: “¿qué fue de aquello de ‘con la verdad ni ofendo ni temo’? ¿Catorce años de pleito para una sentencia que no aporta una solución “expedita y razonable”, como los
propios jueces dijeron haber dictado?”.