José Rucci (1924-1973): El inicio de un final que solo Perón vio

Por Adrián FreijoLa muerte de Rucci fue clara señal de una descomposición que ya no tendría remedio. Y mientras muchos esperaban la venganza Perón trató, sin suerte, de cerrar aquella grieta.

«Se nos fue la mano» reconoció Mario Firmenich conversando con este periodista en el playón de estacionamiento del Diplomercado, aquel oasis en el que todo podía encontrarse en una Cuba de 1974 en la que la población debía conformarse con una escueta tarjeta de racionamiento que ni siquiera cubría las necesidades mínimas alimentarias. «Nos equivocamos y ahora El Viejo no quiere ni hablar con nosotros» se lamentó el líder guerrillero, para el que la vida o la muerte eran ciertamente capitales de intercambio que adquirían valor de acuerdo al lugar que ocupaba en las expectativas generales la víctima elegida.

Habían resuelto “tirarle un fiambre” al general, el de su querido José Ignacio Rucci, creyendo que de esa forma los volvería a tener en cuenta en el reparto del poder. Poco conocían a Perón…

En Buenos Aires mientras tanto José López Rega afilaba su Triple A seguro de que había llegado la hora de la venganza y que por fin Perón daría rienda suelta a sus delirios criminales. La muerte de Rucci, además de dejarle expedito el camino hacia el poder que el dirigente gremial se esforzaba en complicarle, lo ubicaba en el centro de una escena que, por fin, excedería el escenario de lo doméstico. Si hasta el poderoso ministro de Economía José Ber Gelbard, que se había recostado en el metalúrgico para conseguir el ansiado Pacto Social, parecía ahora entender que la alianza de poder pasaba por acercarse al Brujo y cabestrearle sus caprichos y locuras.

Pero también se equivocaba. Pasado el impacto y la furia del primer momento, Juan Domingo Perón terminó de convencerse que solo una alianza permanente con todo el arco político -aunque el general solo pensaba seriamente en Ricado Balbín y la UCR– sería suficiente para frenar la locura guerrillera y comenzar una lenta reconstrucción que se veía cada vez más lejana.

José Ignacio Rucci había sido un alfil exacto en cada movimiento que requirió el ajedrez del retorno, el jaque al poder de Héctor Cámpora y el mate que se intentaba con aquel acuerdo entre sindicalistas y empresarios que comenzaba a hacer agua en el capricho de Gelbard por mantener una «inflación cero» que llevaba al país a sufrir los primeros síntomas de desabastecimiento y mercado negro.

El Secretario General de la poderosa CGT, ese que había sido elevado a semejante jerarquía desde un ignoto cargo similar en la regional San Nicolás de la UOM y por el temor de Lorenzo Miguel a convertirse en la cara que debiera enfrentar a la dictadura de Alejandro Agustín Lanusse y negociar el retorno de Perón, se lo había advertido al líder del movimiento. Pero Perón no lo había escuchado y, tal vez un tanto desactualizado de como se movían ahora los factores del poder económico, prefirió seguir aferrado al planteo de Gelbard creyendo que en el Pacto Social estaba la semilla del tiempo que necesitaba para volver al modelo peronista.

Como siempre, Rucci acató la decisión de su jefe. Había desarrollado con Perón una relación que iba más allá de lo político y estaba convencido de que su papel era rodearlo, apoyarlo, consolidar su poder interno y contener las demandas sociales todo lo que fuese necesario para permitir que las cosas no se salieran de madre. Era el equilibrio de la balanza de Perón y el brazo ejecutor de sus visiones más profundas.

Y por eso había que matarlo. Los Montoneros sabían que ningún otro crimen podría conmover al anciano líder como la muerte de aquel que definió como «su hijo». Y lo llevaron a cabo con la frialdad y la organización propia de un grupo de elite que había sido entrenado en Cuba y que actuó esa mañana con sofisticado armamento checoslovaco y una sospechosa impunidad.

La muerte de Rucci fue el final del Pacto Social y marcó el punto de inflexión de cualquier posibilidad de pacificar a la Argentina. Pero además dejó huérfano a Perón de un liderazgo sindical que le garantizaba no solo lealtad sino inteligencia.

Y el presidente, electo apenas dos días antes del magnicidio, tomó nota de ese cambio de la realidad y buscó en sus enemigos de antaño la alianza que suplantara la evidente imposibilidad de unir a su movimiento. «Los adversarios me han escuchado y entendido mejor que los propios compañeros» repetiría en varias de sus apariciones públicas previas a su muerte. Pero nadie estaba cerca suyo dispuesto a escucharlo; todo era revancha, odio y lucha por el poder.

«Me cortaron las piernas» dijo Perón en el velorio de José Ignacio Rucci, única vez en que se lo vio derramar lágrimas en público. Tal vez no llegaba a comprender aún que lo que se había roto era el futuro de los argentinos…