Nino Ramella (Especial para La Nación) – ¿Pueden las políticas públicas en el área de cultura contribuir a la necesaria transformación social? ¿Está el Estado ocupándose?
La pobreza en nuestro país condena a la exclusión social a trece millones de personas. Frente a esta realidad vale formularse dos preguntas: ¿pueden las políticas públicas en el área de cultura contribuir a la necesaria transformación social? ¿Están los organismos culturales del Estado ocupándose de la construcción de una sociedad más justa y solidaria? Respondo que sí a la primera pregunta y no a la segunda.
Las áreas de cultura del Estado orientan sus recursos humanos y materiales al mantenimiento de estructuras acuñadas en los paradigmas culturales de un siglo atrás, cuando la dimensión de lo cultural se limitaba a las bellas artes. Hay jurisdicciones que destinan fortunas a un teatro para dos mil personas y nada a atender a distritos con una población de dos millones de personas.
¿Resolveremos con programas de cultura la pobreza estructural de nuestro país? No. Pero habremos contribuido al diseño de una nueva realidad y a construir ciudadanía. Recomponer el diálogo entre sectores que se perciben como una mutua amenaza es un imperativo para la vigencia de la paz social.
La cultura no es un derecho primordial y básico del ser humano, pero instala los derechos que sí lo son. Participar del circuito de bienes culturales sin exclusiones es imprescindible para la construcción de una sociedad equitativa que incorpore a la dinámica social a quienes hoy están afuera.
América latina tiene ejemplos válidos de transformación social de la mano de políticas públicas del área cultural. Medellín en Colombia es un caso típico. El otro ejemplo son las orquestas juveniles de Venezuela (anteriores al chavismo) del maestro José Antonio Abreu. Unos 500.000 jóvenes y niños, la mayoría de ellos pobres, integraron el sistema.
Caja Lúdica de Guatemala ayuda a jóvenes y niños marginalizados a descubrir su creatividad y sentido de vida. El Sistema de Coros y Orquestas (Sicor) de Bolivia o el Teatro del Oprimido en Brasil son también expresiones exitosas de intervención social con herramientas culturales.
Priorizar programas culturales con orientación social no implica olvidarse de la excelencia o del mantenimiento de sus estructuras aunque éstas no respondan a las demandas actuales. Hay que gestionarlas con el espíritu de construcción social que es consustancial a la naturaleza del Estado.
El vínculo entre el Estado y las ONG con experiencias territoriales exitosas a través de herramientas de cultura para la transformación social debería ser más estrecho. El sector público puede aportar escala de producción a las experiencias positivas del sector privado.
Además, las políticas culturales para la transformación social no deben perder de vista que su objetivo es destrabar la capacidad de producción simbólica -es decir, proyectar sentido- de los marginados. Es imprescindible, pues, que nadie sea considerado «beneficiario» o espectador pasivo de lo que se pone a su alcance, sino un real protagonista.
Gestores y organismos públicos de cultura deben replantear roles, misiones y formas de trabajar. Tienen la responsabilidad de ser la voz de quienes no la tienen y el imperativo moral de resignificar valores en una sociedad cuyo imaginario colectivo también conecta con ideas de un pasado ya lejano.
La grieta no es la distancia entre los bandos en los que binariamente hemos jibarizado nuestro pensamiento crítico. La verdadera grieta es otra. Es social y debería interpelar las conciencias de todos. Eso habilitaría también otra conclusión: hablar de meritocracia en una sociedad desigual es sencillamente inmoral.