LA HISTORIA QUE NOS ROBARON

Frente a un nuevo aniversario del inicio de la dictadura más salvaje que padeció la Argentina, el gobierno termina por explicitar lo que fue una estrategia siniestra y criminal: apropiarse de la historia que nos pertenece.

 

La dictadura instaurada el 24 de marzo de 1976 tenía como objetivo terminar con una parte fundamental de la historia de nuestro país. Y para ello era necesario asesinar a millares de argentinos sin siquiera tomarse el trabajo de someterlos a juicios justos -si es que se sospechaba que habían cometido delitos- y segmentar las responsabilidades tal cual lo hacen los códigos legales de cualquier sociedad civilizada.

El terrorismo de estado, planificado y construido desde los cimientos del odio a todo lo distinto y también del miedo, prefirió negociar con las cúpulas montoneras, asegurarles el control de los movimientos subversivos y el monopolio de una violencia que a veces los enfrentó y muchas otras fue utilizada para saldar cuestiones internas de uno u otro bando, y dejar librados a su suerte a miles de jóvenes que, es verdad, en muchos casos habían elegido también por el camino irracional de la violencia pero en tantos otros solo cometían el pecado de seguir una utopía que les prometía un mundo de justicia social, igualdad de derechos y felicidad para todos.

Pero el telón de fondo era cambiar el orden económico definitivamente y construir un país de privilegios con el pretexto de abrirse al mundo y la intención de frenar el proceso de industrialización para seguir dependiendo de nuestras exportaciones primarias que aseguraban dólares para algunos pocos y poder político para quienes embarcaban a las Fuerzas Armadas en una cruzada que era la negación de su misma razón de ser.

Nada que no se hubiese experimentado desde la década del 30 y en cada uno de los sucesivos golpes padecidos por la Argentina…

La llegada de la democracia representó, por primera vez en la historia, la posibilidad de discutir, conocer y juzgar todas las atrocidades cometidas, las alianzas espurias entre quienes fingían ser enemigos mientras caminaban en sociedad y las complicidades de sectores del poder civil, la clase política y la corporación eclesial con quienes, entorchados en los uniformes de la patria, eran tan solo los verdugos que hasta debían arrastrarse en las sombras de la noche, ocultos como salteadores, para llevar adelante sus siniestros designios.

Y si bien es verdad que la vindicta legal quedó a mitad de camino -las leyes de Obediencia Debida y Punto Final primero y el indulto posterior tuvieron mucho que ver con ello- las nuevas generaciones pudieron ver por fin a los responsables políticos sentados en el banquillo de los acusados, condenados por la sociedad civil y puestos tras las rejas. Sin distinciones de uno u otro bando.

¿Poco tal vez para los crímenes cometidos?…puede ser. Pero un ejemplo gigantesco de cambio de era que el mundo enteró admiró y aplaudió sin cortapisa, poniendo a la Argentina como ejemplo de una nación que reivindicaba los derechos humanos revolviendo en sus propias miserias.

Hasta que alguien resolvió apropiarse de la historia, reescribirla a su conveniencia y decidir que algunos de los protagonistas de aquella locura eran en realidad héroes de la patria mientras los otros eran sujetos a perseguir, se probase o no su participación en crímenes aberrantes.

En ese mismo instante murió la verdad y comenzó el relato…

Con la falta de escrúpulos que caracteriza al mentiroso, se tergiversaron hechos, se premió económicamente a asesinos, se inventaron cárceles y persecuciones que nunca existieron para poner en el bolsillo de amigos militantes un dinero manchado de sangre que pagábamos todos los argentinos, se fraguaron listas inexistentes de víctimas y se estigmatizó a quienes habían llevado adelante, en tiempos de verdadero peligro de vida, aquella maravillosa obra que dio origen a una frase emblemática que de la mano de la mentira instaurada hoy ya nada garantiza: Nunca Más.

Y hoy, en un nuevo aniversario de aquella jornada que cambió nuestras vidas para siempre, con cuerpos y almas insepultos detrás de una mentira cada día más abyecta y rechazada por quienes sobreviven aquel tiempo y recuerdan la verdad de los hechos y cuestionada desde la creciente indiferencia por las generaciones jóvenes que comienzan a percibir las grietas del relato, una miserable pelea interna de los protagonistas de tanta incuria nos devuelve el escenario de un poder en crisis en el que ya poco y nada importan los muertos, los desaparecidos, los torturados, la patria ensangrentada y el dolor de una generación frente a la estúpida puja de ver quien moviliza más y que consigna se impone por sobre las del adversario.

Los ladrones de la historia, buscando la impunidad de sus propios latrocinios, salen obscenamente a confrontar sus miserias y mentiras pisoteando los cadáveres y los recuerdos de una Argentina asesinada.

Pero algo, aún inasible para la razón explícita, nos hace suponer que la puesta en escena está llegando al final y que tras la niebla maloliente del relato comienza a alumbrar la verdad de lo que ocurrió a partir de aquel 24 de marzo de 1976 en que nuestro país se sumergió en la locura más atroz que pueda recordar en todos sus años de vida.

Y que no son pocos los que deberán rendir cuenta ante la historia por haber tenido la peregrina idea de que podían robarla sin pagar las consecuencias…