LOS GALOCHAS DE CRISTINA

En la increíble obra de Juan Sasturain se narra la historia de un pueblo para el que, entre otros dislates, el ejercicio del poder era un castigo. Casi una metáfora de la Argentina.

El libro Los Galochas, que cuenta la historia de esta insólita tribu, contiene ocho cuentos sobre personajes y hechos sobresalientes que se han salvado del olvido gracias a un estudioso que se dedicó a recopilar algunos detalles sobre estos esquivos personajes que no tenían ni escritura ni lograron mantener su lengua madre.

Los galochas, exagerados, minuciosos, dispersos por todo el planeta, existen y al mismo tiempo desconocemos cómo existen. Tuvieron un idioma propio pero lo olvidaron. Prefirieron ser tan originales que pasaron inadvertidos.

Y tal vez esa sea la primera analogía con nuestro país, que en su presunción de «pueblo elegido» que puede hacer lo que se le antoje, termina por ser ignorado y menospreciado por una comunidad mundial que se cansó de esperar ese futuro promisorio que eternamente se demoraba por nuestros propios errores.

Y lo que sea tal vez la gran diferencia entre nosotros y los galochas termina siendo, de la mano del ejercicio del poder tal cual lo ha entendido Cristina, en el mayor punto de encuentro de ambas poblaciones.

Porque para nosotros, si por «nosotros» entendemos a nuestra dirigencia política, el poder lo es todo y cualquier cosa vale para conseguirlo y retenerlo todo el tiempo posible. Y para la creación de Sasturain es un castigo con el que se condena a quien no se quiere bien o ha hecho algo malo.

Para los galochas el poder es un peso ilevantable y un espacio no deseable que, por ser motivo de corrupción y desasosiego, el acceso a su ejercicio –en lugar de premio– se convirtió en castigo.

No fue necesario entonces esperar que el poder ocasional corrompiera o confundiera a los buenos sino que los mayoritariamente saludables galochas “castigaron” en elecciones libres, limpias y transparentes, a los enfermos de soberbia con diferentes espacios, lugares y momentos de poder: como si fuera una vacuna, a los ansiosos de poder se los convertía en poderosos. Concebido como lugar de servicio a la comunidad, el poder pasó a ser la cárcel de los antisociales obligados a ejercerlo, que de gobernar y no de otra cosa se trataba.

Es decir: no podían no poder.

Cristina ha hecho del poder una religión y luego la desvió hacia un fetichismo en el que ella, y sólo ella, es el tótem. Nada existe más allá de su voluntad y, lo que es peor, nadie existe más allá de ella misma.

Y si bien consiguió lo que quería y logró que todo girara a su alrededor, hoy se encuentra con que ese ejercicio se le ha convertido en un castigo y que propios y extraños la sostienen más para que asuma las responsabilidades de sus errores que por una lealtado que ciertamente jamás le tuvieron.

Sabe que conspiran a sus espalda y lo sufre.

Sabe que ha perdido la posibilidad real de armar la realidad a su antojo, y lo sufre.

Sabe que su sueño de prestigio mundial terminó en este presente de desprestigio y rechazo, y lo sufre.

Pero por sobre todas las cosas sabe que quien la suceda en el poder, para no terminar también sufriendo y por culpas ajenas, seguramente deberá entregarla a los eternos fuegos de las venganzas nacionales para que todos los que hoy «la acompañan» puedan mimetizarse sin problemas en el ciclo que viene. Y lo sufre, vaya si lo sufre.

Convertida en una verdadera galocha nacional, la Presidente ve caer las hojas del almanaque y con ellas acercarse su fecha de vencimiento que será tan amarga como la de todos sus antecesores.

Porque mientras sentía que el poder era eterno, y lo disfrutaba, no hizo nada por cambiar el canibalismo de la política nacional que se ha especializado en crear «tótems» para después hacharlos en su base sin piedad ni memoria.

Encaramada en un poder cada vez más tenue y lejano, Cristina ha de padecer el tiempo que le queda temiendo que el que siga sea aún peor.

Y aprenderá seguramente tarde que en nuestra historia el poder suele ser la antesala del infierno.

Un castigo resuelto en elecciones limpias y libres, como en la obra de Juan Sasturain.