La prensa, la dirigencia y el hombre de la calle han dado por estas horas un claro mensaje en torno a la situación judicial de la ex presidente: no somos mejores ni tenemos más respeto por el otro.
«Va a tocar el pianito», «que la dejen en cana», «que la lleven a declarar de los pelos», son solo algunas de las cosas que se escuchan decir por estas horas en los medios de comunicación, en la calle y en la casa de millones de argentinos.
Esos que hasta no hace mucho tiempo se quejaban amargamente del destrato del kirchnerismo para quienes pensaban distinto y reclamaban «la vuelta del respeto a las instituciones y a la gente».
Pero ocurre que esa mitad de «perseguidos», una vez logrado el objetivo de desplazar del gobierno a la versión más autoritaria y corrupta del peronismo de la que se tenga memoria, ocupó el lugar de los salientes y comenzó a exigir que los dirigentes que manejaron el país en la última década quedaran presos sin juicio previo, fueran arrastrados de los pelos hasta sus celdas y sobre todo perdieran todo derecho a expresarse públicamente y/o responder a las acusaciones que sobre ellos pesaban. Es decir, se convirtieron en «perseguidores».
No era entonces justicia lo que se reclamaba, sino venganza.
No era institucionalidad lo que se pedía, sino privilegio.
No era apego a la ley lo que nos movía, sino el encono.
Es inútil; siempre ha sido así. Los unitarios arrastrando por las calles de Buenos Aires las cabezas cercenadas de los federales que hasta ayer cercenaban las cabezas de quienes no loaban al Restaurador.
Los antiperonistas fusilando en basurales y hacinando en cárceles a los peronistas que hasta el día anterior mataban y encarcelaban a sus opositores.
Los militares fusilando civiles y los civiles haciendo lo mismo sin balas pero sin justicia real.
Siempre ha sido así. Porque no somos distintos los unos y los otros. Somos argentinos, esa extraña raza suicida que insiste en dividirse en dos y apalearse hasta morir.
O al menos matar el futuro de un país que supo tener todo para ser otra cosa.