Sin ajuste ni crecimiento Dilma pedalea hacia la nada

El ajuste es imprescindible pero quedó demostrado que la gente no lo quiere. ¿Qué hará Dilma?. ¿Aceptará el desafío de actuar aún a riesgo de su propio mandato?. ¿Cederá?…¿y después?.

Las masivas protestas en Brasil del pasado domingo, que reunieron a más de 800.000 personas en un centenar de ciudades, no solo han puesto contra las cuerdas al Gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, siete meses después de su reestreno al frente del país, y al Partido de los Trabajadores, sino que amenazan con llevarse por delante el duro ajuste fiscal que necesita la maltrecha economía brasileña. El mercado financiero corrigió ayer sus previsiones para 2016 y proyecta que la recesión se extenderá hasta 2017. Para el próximo año, los bancos calculan una caída de un 0,15% del Producto Interior Bruto.

Según estas cifras, hechas públicas por el boletín Focus, publicación semanal del Banco Central de Brasil, el PIB se contraerá un 2,1 % este año y un 0,15% en 2016, justo cuando los expertos esperaban que podría iniciarse la recuperación económica, lo que significa que por primera vez el gigante sudamericano registraría dos años seguidos de recesión. Según estas previsiones, para las que se consultó a 100 expertos, se prevé que la inflación alcanzará un 9,2% este año y que la escalada también se prolongará el año que viene con una subida de precios de hasta un 5,44%.
Ante este panorama negativo y mientras la presidenta intenta que el Congreso pase una dura ley de ajuste fiscal para descontento de las formaciones aliadas del Gobierno y de su propio Partido de los Trabajadores, los adversarios de Rousseff atacan. El expresidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), fue duro y propuso su renuncia en Facebook. “Lo más significativo de las protestas es la persistencia del sentimiento popular de que el Gobierno, aunque legal, es ilegítimo. Le falta base moral, corroída por las trampas del lulo-petismo”, comentó ayer en la prensa. “Si la propia presidenta no es capaz del gesto de grandeza [renuncia, o reconocimiento franco de que se equivocó y encontrar los caminos de la recuperación nacional], asistiremos a la desarticulación creciente del Gobierno y el Congreso, a golpe de Lava Jato. Hasta que algún líder con fuerza moral le diga, como Ulysses Guimarães con la Constitución en la mano dijo a [el expresidente destituido] Collor de Melo: ‘usted piensa que es presidente, pero ya no lo es”.

En un artículo publicado ayer en el periódico Folha de S. Paulo, Aécio Neves, del PSDB y derrotado por Rousseff en las últimas elecciones, comentó: “Hoy el PT paga este alto precio no por los graves errores cometidos, sino porque insiste en fingir que no los cometió”.

La presidenta trata de transmitir tranquilidad. Sin embargo, entre el domingo y ayer, en menos de 24 horas, se reunió con su equipo de Gobierno en dos ocasiones. El mensaje oficial fue de optimismo, porque las protestas del domingo fueron menores que las de marzo y forman parte de la “normalidad democrática”. Pero está claro que Rousseff trata de mantenerse firme, con un índice de aprobación del 8%, mientras se encuentra en la cuerda floja. En el último mes ha intensificado su agenda de reuniones con congresistas y movimientos sociales de izquierda para buscar apoyos.

El proceso de destitución, mientras tanto, ha sufrido un leve contratiempo. El Supremo decidió la semana pasada que el examen de las cuentas públicas (una de las apuestas más firmes de la oposición para pedir la destitución) tendrá que pasar por el presidente del Congreso. Éste, Renan Calheiros, se ha convertido en el nuevo aliado de Rousseff desde que Eduardo Cunha, su antiguo aliado, le declarase oficialmente la guerra y reconociese que pondrá todas las facilidades a su alcance para que las peticiones de destitución lleguen a buen puerto.