Un día en la vida de Raqqa, sede del «califato» islámico

«¿A dónde podemos ir, dónde podemos encontrar un lugar seguro? Nos sentimos atacados por la coalición internacional, el Estado Islámico (EI) y el régimen», confiesa Fatima Said, profesora de 35 años de Raqqa, a la publicación electrónica Syria Deeply, una sensación de terror compartida por los sirios que viven en zonas bajo control de los yihadistas del EI

La primera semana de bombardeos por mar y aire por parte de la alianza que lidera Estados Unidos ha golpeado los santuarios yihadistas en Siria y el más importante es Raqqa, de donde los civiles huyen sin tener muy claro a dónde.

Esta ciudad tenía 200.000 habitantes antes de la guerra y en marzo de 2013 se convirtió en la primera capital de provincia siria sin presencia del régimen. Los variopintos grupos armados de la oposición derribaron la enorme estatua de Hafez al Assad (padre del actual presidente, Bashar) en la plaza central y llenaron el hueco político dejado por las autoridades de Damasco. Pero la convivencia duró hasta enero de 2014, cuando el EI dio un golpe de autoridad y se erigió en la única fuerza. Desde entonces, los yihadistas han instaurado el tipo de régimen islámico que quiere implantar en el actual autoproclamado califato y que incluye al menos tres provincias de Siria y cuatro de Irak, un régimen que es una versión actualizada del Afganistán de los talibanes.

Regreso al pasado
«Los primeros días tras la caída del régimen fueron los mejores de mi vida, pero ahora preferiría a los soldados del Ejército antes que al EI; a aquellos al menos les podías sobornar y te dejaban vivir», confiesa en una entrevista colgada en la red Abu Ibrahim, activista del grupo «Raqqa está siendo masacrada de forma silenciosa», una plataforma que se juega la vida difundiendo a través de las redes sociales la existencia bajo el régimen yihadista.

El reloj se paró en enero y Raqqa retrocedió a los tiempos de Mahoma tras la implantación de la versión más radical de la sharia por un grupo en el que se mezclan combatientes extranjeros y sirios que dejan sus milicias locales para sumarse a la bandera negra. La mayoría de extranjeros vienen de Irak y Túnez, pero tampoco faltan chechenos y un buen puñado llegados de Europa, según Ibrahim. «Es difícil saber cuál es el combatiente más rico porque todos tienen buenos teléfonos y ordenadores portátiles y comen en restaurantes que los locales no nos podemos permitir. Nos hemos dado cuenta de que los más estrictos con la religión son los tunecinos, mientras que los saudíes y egipcios son más relajados».

Los yihadistas extranjeros se mueven entre una población local puramente suní, ya que cristianos y fieles de otras creencias fueron los primeros en escapar: la limpieza religiosa es una de las primeras medidas que aplica el EI. Los sirios pueden empuñar las armas o trabajar en la nueva administración por sueldos que van de los 300 a los 600 dólares (de 235 a 470 euros al cambio), una cantidad superior a lo que cobra un funcionario medio del régimen en cualquier parte del país. Las autoridades islamistas recaudan tasas por la electricidad y el agua, aunque el servicio sea muy deficiente, han prohibido el alcohol y el tabaco –hacen redadas de forma periódica para quemar los cigarrillos que encuentran en lugares públicos– e impuesto el uso del niqab a las mujeres.

Muchas de las ejecuciones son públicas «para sembrar el terror en la población», según Abu Ibrahim, y los islamistas han instalado centros de captación para los más jóvenes en las antiguas iglesias –hoy pintadas de negro, color de la bandera de la yihad– y en tiendas de campaña. El intento de control ha llegado también a escuelas y universidades, donde han prohibido por decreto del califa materias como la historia o la música.