El disco de 1979 los rescató de la bancarrota, pero el ego de Roger Waters sembró la ruptura y precipitó el final.
Ante el fenómeno Pink Floyd, el mundo se divide en dos tipos de aficionados: los que los adoran en todas sus vertientes y los impacientes, que en sus discos nos saltamos las partes de elegante divagación buscando la miga de los tres cortes asequibles. El doble «The Wall» –qué camp suena ya lo de «disco doble»– cumple hoy 35 años. Es la segunda obra más celebrada de un grupo británico de culto, solo por detrás de «The dark side of the moon» (1973).
El Muro supuso en su momento (1979) un acontecimiento cultural: cinco semanas de número uno en el Reino Unido y quince en Estados Unidos, donde vendió más de ocho millones de discos. El sencillo «Another brick on the wall (Part II)», cuyo sonido disco está en las antípodas del canon Floyd y fue una idea del productor Bob Ezrin, sigue vigente. «The Wall» fue el disco que salvó literalmente a Pink Floyd, pues liberó a sus miembros de la bancarrota. Pero también el envite que acabó con el grupo, que no resistió el subidón de ego de su principal compositor, Roger Waters.
Excitante bohemia londinense
A diferencia de bandas de clase obrera, como The Beatles, los integrantes de Pink Floyd eran chavales de buenas familias de Cambridge, llamados a «carreras serias». Pero los iluminó la llamada de la excitante bohemia londinense. En 1965, los estudiantes de arquitectura Roger Waters (bajo), Nick Mason (batería) y Richard Wright (teclados) se juntaron con el guitarrista, cantante y compositor Syd Barret, un atractivo estudiante de arte, de psique herida y genio amplio y desaliñado. Barret les puso el nombre, tomado de dos ignotos músicos de blues campestre, Pink Anderson y Floyd Council. Pero blues habría poco.
La psicodelia, la experimentación con LSD, abrían nuevas puertas a la música, que se tornaba vanguardista, arty, intelectualoide, espacial. Nueva. Barret reinó en ese revoltijo. Un brevísimo mandato: en dos años las drogas agravaron su esquizofrenia y hubo de acogerse a los cuidados de su madre en Cambridge, donde llevó una vida esquiva hasta su muerte, en 2006. Fue sustituido por el guitarrista David Gilmour, más terrenal y técnico. Nacía la segunda etapa de Pink Floyd, con Gilmour y el complicado Waters repartiéndose la composición y las voces.
Problemas
En 1979 Pink Floyd tenían problemas. El sarpullido punk había instaurado formas más directas de expresión. Los Floyd eran el epítome del dinosaurio hippioso. Además, las andanzas de su contable y el disparatado coste de sus llamativos espectáculos los habían arruinado. Cuenta la leyenda que el 6 de junio de 1977, en la última noche de la gira de «Animals», en el Estadio Olímpico de Montreal, Roger Waters se encara con un fan y le escupe. Un gesto impropio de un educado chico de Cambridge, que lo deja meditabundo. Percibe que se está volviendo un megalómano. Además, le repugnan los conciertos en estadios, tan similares a las grandes paradas de los regímenes totalitarios: «Aquello era cada vez más y más opresivo. No eran lugares para la música. Eran para el deporte, que no es más que la ritualización de la guerra», explicó Waters.
Conversando con el joven productor Bob Ezrin, que había cobrado fama pilotando a Lou Reed y Alice Cooper, Waters le contó sus angustias, le reveló que a veces sentía el deseo irrefrenable de levantar un muro entre él y el público. «¿Y por qué no lo haces?», respondió Ezrin. La siembra quedaba hecha.
Dieciocho meses después, Roger Waters llamó a Ezrin, y lo invitó a escuchar dos largas maquetas, ideas para dos discos. Una de ellas era el esqueleto de «The Wall». Modificando la manera tradicional de trabajar de Pink Floyd, más cooperativa, Waters tomó el poder y presentó a la banda sus dos bosquejos: uno sería para el grupo, el otro para un disco en solitario. Deberían elegir. Optaron por «The Wall», no sin las protestas del teclista Richard Wright: «Otras vez sus paranoias de siempre, la guerra, su madre… Todas sus obsesiones».
Nace «The Wall»
The Wall, que nació como un concepto teatral y daría lugar en 1982 a la pomposa película de Alan Parker, está protagonizada por el músico de rock Pink, trasunto de Waters. Cada ladrillo del muro refleja una de sus angustias: el padre caído en la Segunda Guerra Mundial, la madre sobreprotectora, los profesores fríos y sarcásticos, las drogas, la egolatría, el mesianismo casi fascista ante los seguidores… Hasta que el final llega la catarsis purificadora, la caída del muro.
La grabación fue una sorda guerra civil. Un educado infierno inglés, con el productor Ezrin haciendo de mediador entre Waters y los otros tres. El dueño y señor del muro despidió a Wright del grupo y apenas dejó meter baza en las composiciones. El disco se grabó en tres estudios, en Londres, la Costa Azul y Los Ángeles. Orquestas, tres coros, músicos de sesión… El triunfo fue absoluto. Pero a Pink Floyd, en su versión íntegra, ya solo les quedaba un episodio más. En 1983 grabaron «The final cut», que en realidad es ya un disco en solitario de Waters, y no faltaron ni los puñetazos en el estudio. En diciembre de 1985 el compositor dejó el grupo y dio por hecho que lo enterraba.
Últimos discos
Pero los supervivientes, a los que había desdeñado como marionetas de acompañamiento al servicio de su creatividad, pleitearon por el nombre y los tribunales les dieron la razón. Desde entonces han publicado tres discos bajo el nombre de Pink Floyd, de calidad debatible y construidos con la ayuda de talento mercenario. El último acaba de salir, se llama «The Endless River» y aseguran que será el punto final. En realidad es una colección de descartes de «The Division Bell» (1994), pulidos con buen gusto.
Mientras tanto «El Muro» ha seguido cayéndose y levantándose con gran éxito. Entre 2010 y 2013, Waters sacó a su hijo de gira, 200 conciertos por todo el planeta, con llenazos e ingresos más de 300 millones de euros. En estadios y sin escupitajos.
La amistad con sus ex nunca ha retornado. En 2005 tocaron por última vez juntos, atendiendo a la llamada filantrópica del «Live 8». Pero las heridas son muy severas. Esta semana, la prensa musical británica ha preguntado a Gilmour y Mason qué sintieron cuando Waters dejó el grupo. La respuesta lo dice todo: «Fue como si se hubiese muerto Stalin». Lo cierto es que ambos construyeron un muro. Pero el de Stalin ya se ha caído, mientras que el de Waters, pese al difícil carácter del músico, sigue en pie y huele a clásico.