El fin de la misión de combate en Afganistán es simbólica: el conflicto contra los talibanes persiste y los norteamericanos seguirán hasta 2016 en el país.
Las guerras del siglo XXI acaban sin desfiles triunfales ni lluvias de confeti. Estados Unidos se retiró hace tres años de Irak sin cumplir los objetivos que se propuso en la invasión de 2003. Y esta semana ha concluido la misión de combate en Afganistán —la guerra más larga de la historia de EE UU, más que la Segunda Guerra Mundial y que Vietnam— con una ceremonia discreta en Kabul, un comunicado del presidente Barack Obama y los talibanes celebrando la derrota de los aliados. La era de las victorias de la primera potencia ha terminado.
“La guerra en Afganistán ha terminado en el mismo sentido en que terminó la guerra de Irak en 2011. Es decir, en realidad no ha terminado”, dice el historiador militar Andrew Bacevich, veterano de Vietnam y padre de un soldado muerto en Irak. “Los americanos se marchan pero la guerra continuará. El resultado está por decidir”.
Desde el 1 de enero el objetivo de EE UU y los aliados de la OTAN en Afganistán ya no es combatir frente a los talibanes y otros grupos insurgentes: esta misión corresponde a las fuerzas armadas afganas. Los cerca de 11.000 militares norteamericanos tendrán una misión más limitada: entrenar a los afganos y participar en operaciones contraterroristas.
El temor a que una retirada brusca ofrezca vía libre a los talibanes para recuperar la capital, Kabul, 13 años después de la intervención de EE UU, ha llevado a Obama a ralentizar sus planes de ahora al 2016, la fecha que Obama ha fijado para la retirada final: mil soldados más de los previstos se quedarán en el país centroasiático y el contingente norteamericano dispondrá de un margen mayor para luchar contra los talibanes y Al Qaeda.
El Afganistán que EE UU empieza a abandonar no es un país estable. En 2014, murieron más de tres mil civiles afganos, la cifra más elevada desde 2008, cuando la ONU contó por primera vez las bajas civiles. Este mismo año, murieron unos 5.400 soldados y policías afganos, la cifra más elevada desde que comenzó la guerra.
Desde 2001 Afganistán ha dejado 2.224 militares norteamericanos muertos y 19.945 heridos. En Irak murieron, entre 2003 y 2011, 4.491 norteamericanos y 32.244 resultaron heridos. Más secuelas. “Depresión, ansiedad, pesadillas, problemas de memoria, cambios de personalidad, pensamientos suicidas: cada guerra tiene su posguerra, y así es con las guerras de Irak y Afganistán, que han creado unos quinientos mil veteranos americanos heridos mentales”, escribe el periodista David Finkel en el libro ‘Gracias por sus servicios’.
Tras la retirada, llega la hora de digerir la década y media de conflictos sin victoria. La avalancha de heridos engorda las listas de espera en los hospitales de veteranos. El regreso, como ocurrió después de Vietnam, no es fácil. Cerca del 7,2% de veteranos de Irak y Afganistán están en paro, por encima de la media nacional.
La diferencia con Vietnam es que, al contrario que entonces, los veteranos no encuentran en su país una recepción hostil. Vietnam marcó el fin del reclutamiento obligatorio. El carácter voluntario de las fuerzas armadas, desde 1973, las ha profesionalizado, pero también ha abierto un abismo entre los militares y el resto de la sociedad.
Menos del 1% de norteamericanos ha combatido en Irak y Afganistán. EE UU inició la llamada guerra contra el terrorismo como respuesta a los atentados de 2001, pero durante estos años EE UU no ha vivido como un país en guerra.
Los combates eran algo lejano, exótico. Unos meses después del 11-S, “aunque nominalmente estaba ‘en guerra’, la nación empezó a comportarse como si estuviese ‘en paz’”, escribe Bacevich en su último ensayo, ‘Quiebra de la confianza. Cómo los americanos han fallado a sus soldados y a su país’.
“Es extraño, pero la relación [entre los norteamericanos y las fuerzas armadas] no ha cambiado realmente a pesar del largo periodo de guerra”, dice Bacevich en un correo electrónico. “Hoy, como era el caso antes del 11-S, los americanos pretenden preocuparse por los soldados, pero su preocupación no se amplía hasta el punto de impedir el compromiso en guerra innecesarias e imposibles de ganar”.
En un artículo titulado “¿Por qué los mejores soldados del mundo no dejan de perder?”, publicado en el último número de la revista ‘The Atlantic’, el periodista James Fallows vincula la distancia entre los civiles y los militares con el hecho de que EE UU se haya embarcado en “guerra sin fin que no puede ganar”.
La desconexión, unida a la veneración automática de los militares por parte de los ciudadanos, aisla a los militares de las críticas que reciben otras instituciones de EE UU, como el Congreso o Wall Street. A la larga, según Fallows, la ausencia de un escrutinio público perjudica a los militares, porque pierden incentivos para mejorar. La profesionalización de los ejércitos permite a los políticos embarcarse en guerras sin asumir un coste social: las consecuencias las sufre una parte ínfima de la población.
Esta es la “era del conflicto persistente”, según la frase acuñada en 2007 por el entonces jefe del Ejército de Tierra, el general George Casey. El concepto ‘ganar guerras’ queda obsoleto. “En este mundo no ‘ganaremos guerras’”, vaticinó en 2011 Anne-Marie Slaughter, jefa de planificación política del Departamento de Estado cuando Hillary Clinton era secretaria de Estado. “Tendremos un abanico de heramientas civiles y militares para aumentar nuestra posibilidades de convertir resultados malos y amenazantes en resultados buenos, o como mínimo mejores”.
El objetivo, en Irak y en Afganistán, ya no es ganar, sino evitar daños mayores. Y el plazo es flexible. En Afganistán es 2016. En Irak fue 2011, pero este verano los avances del Estado Islámico han forzado a EE UU a regresar. Si las guerras del siglo XXI acaban sin desfiles y confeti, es porque muchas jamás acaban del todo.