EL presidente Barack Obama es desde ahora más popular en Europa que en Estados Unidos. A este lado del Atlántico, seguimos fascinados por la elegancia, el estilo y el aura de la primera pareja negra que ha ocupado la Casa Blanca, pero no sufrimos directamente las consecuencias políticas de ello.
El desamor de los estadounidenses no solo se explica por el desgaste de poder –tras seis años de mandato– sino también por una decepción real, una distancia evidente entre la promesa inicial y los resultados inalcanzables. A solo unas semanas de la renovación del Congreso, en el que Barack Obama debería perder su mayoría en el Senado después de haberla perdido, hace dos años, en la Cámara de Representantes, llama la atención que los candidatos demócratas no recurran especialmente a Obama y no soliciten su apoyo.
Hillary Clinton, candidata a la sucesión tras seis años de fidelidad incondicional, acaba de marcar distancias al denunciar la insustancialidad de la diplomacia estadounidense. Nadie duda de que Obama seguirá siendo, haga lo que haga, el primer presidente negro –aunque no verdaderamente afroamericano– de EE.UU.; es posible que no siga siendo gran cosa aparte de eso. Esta opinión, habitual en EE.UU., ¿es injusta? Probablemente sí, porque se basa en una estimación excesiva de lo que verdaderamente puede hacer un presidente. La Constitución estadounidense se ha concebido con la intención de controlar el poder ejecutivo con mil ataduras que restringen su libertad de actuación.
Ese desfase entre la imagen del hombre más poderoso del planeta y su capacidad de actuación no puede más que frustrar las expectativas, que es exactamente lo que deseaban los padres fundadores de EE.UU. Cuando el presidente no es modesto –y Obama no lo es, a diferencia de Reagan, que sí lo era–, los estadounidenses y el resto del mundo entienden todavía peor el abismo que hay entre los anuncios atronadores y los resultados insignificantes. Por eso, la ampliación de la cobertura sanitaria obligatoria a todos los estadounidenses, que debía ser una revolución social, ha arrancado una sonrisa burocrática, porque Obama les había prometido a todos algo que no podía garantizar; los ciudadanos con pocos ingresos tienen algo menos de desventaja frente a la enfermedad, pero siguen estando en desventaja a pesar de todo.
La salida de la crisis, tras el desastre financiero de 2008, era la otra prioridad interior de Obama: el crecimiento se ha recuperado, el pleno empleo casi lo ha hecho, pero los estadounidenses no le están demasiado agradecidos al presidente. De hecho, el mérito se lo llevan los emprendedores innovadores, la política monetaria de la Reserva Federal (tal vez), pero Obama más bien ha retrasado la reactivación con las subidas de impuestos, con las nuevas leyes (de protección de la naturaleza), y con sus tergiversaciones sobre la explotación de los recursos energéticos, concretamente el gas y el esquisto. Poco versado en economía, Obama es sin duda el más anticapitalista de todos los presidentes estadounidenses, en una sociedad cuyo motor indiscutido sigue siendo el capitalismo, salvo para algunos universitarios socialistas y marginales.
Queda la política exterior, donde el presidente dispone, a diferencia de lo que ocurre en la economía y los asuntos sociales, de una gran libertad. Elegido para poner fin a dos guerras y traer las tropas de vuelta «a casa», como nos recuerda continuamente, ha mantenido su palabra. Asimismo, ha sido reflejo del sentimiento que imperaba al principio de su mandato: el hastío de los estadounidenses con las aventuras exteriores. Pero, en seis años, las circunstancias han cambiado profundamente en el mar de China, en Oriente Próximo y en Ucrania. Obama no lo ha tenido en cuenta, preso de su imagen pacifista, y ha decidido mantener esta aun cuando todos los enemigos de la democracia interpretan su pacifismo como una declaración de pusilanimidad.
Puede que haya pasado del pacifismo a la falta de realismo denunciada por Hillary Clinton: la incapacidad ideológica de Obama para admitir que su Ejército, nos guste o no, es el policía del mundo. El policía puede resultar torpe, como lo fue Bush; hábil, como demostró serlo Reagan, o mediocre, como en el caso de Clinton, pero no puede quedarse al margen. Si renuncia, como Obama, la yihad conquista, Rusia anexiona, China amenaza. La mayoría de los estadounidenses, los decepcionados por la obamanía, ya han comprendido que el pacifista tenía las manos blancas, pero no tenía manos.
Truman se burlaba de los juristas que le aconsejaban que sopesase los pros y los contras «en una mano y en la otra». Comentaba que se alegraba de que aquellos juristas no tuviesen tres manos. No podía imaginar que Obama tendría esa tercera mano, una considerable capacidad de análisis y una facultad notable para no decidir nada. Puede que Obama, en definitiva, no sea más que una imagen virtual: ha sido elegido gracias a una foto retocada, la suya; a un eslogan (Sí, podemos); a un mito (la reconciliación de los pueblos, de las civilizaciones); a la ausencia de doctrina propia de su generación, para la que todo equivale a nada; y gracias a la influencia decisiva de las redes sociales. Obama es alguien de nuestro tiempo, un reflejo de la época, y eso le condena a la insuficiencia.